ESTAMPAS CERRATEÑAS

                       

11 de Noviembre, San Martín

 

 

    Hoy es 11 de noviembre y es fiesta en Cevico de la Torre.

 

   En su colosal iglesia, de proporciones casi catedralicias, la figura central, exenta, de su gigantesco retablo mayor, es la de un caballero partiendo su capa con un mendigo semidesnudo con una pierna de palo.

 

   Representa al santo del siglo IV de origen húngaro, que fue soldado del ejército romano, monje tras su conversión al cristianismo, evangelizador de tierras francesas, en las  que es santo muy popular y querido, y obispo de la ciudad de Tours.

   En un retablo lateral más pequeño, al pie del altar, a la derecha, aparece otra vez la misma figura, esta vez pintada en un lienzo, y aún hay una tercera imagen del santo, una pequeña talla de madera, esta vez de soldado sobre una peana, que llevada en unas angarillas es la que sale en procesión por las calles del pueblo.

   Hay todavía en la iglesia, en una primitiva capilla bajo el coro de la que debió ser primera iglesia románica, otra talla del santo esta vez con ropas de obispo.

   A las doce y media hay ya mucha gente en la iglesia. Otros esperan fuera, y muchos más esperan abajo, en el pueblo, al pie de la gran escalinata de piedra de más de noventa escalones, que sirve de marco incomparable y festivo para las grandes celebraciones del pueblo.

   La celebración empieza con la procesión. Cuatro hombres cogen las cuatro varas de las andas sobre la que cabalga el santo, y, con ellas sobre sus hombros, salen de la iglesia al son de la música de una dulzaina, una caja y un tambor, que ya antes han recorrido y vestido de fiesta las calles del pueblo con sus notas. Delante, abriéndola, la gran cruz procesional.

 

 

   El cielo está cubierto, amenaza lluvia, pero se sujeta el agua para que el santo pueda cumplir con la secular tradición de pasear las calles del pueblo que le tiene por patrón.

   Lo primero es bajar por la calle Rambla, que salva el desnivel que separa al pueblo del promontorio donde se asienta la iglesia, y que es como se llama la gran escalinata, y seña de identidad más notable del pueblo.

   Los porteadores guardan cuidadosamente el equilibrio para mantener siempre en horizontal la imagen, mientras descienden las pétreas escaleras. Ya abajo, los que aguardaban se suman al cortejo para dar la vuelta al pueblo y acceder de nuevo a la iglesia por la parte de atrás, por el barrio de S. Miguel.

   Se hacen dos paradas durante el recorrido para bailarle al santo. Son mujeres las que se arrancan a bailarle una jota al son de una música dulce, tradicional y alegre. Una en la calle las Damas. La otra cerca ya de la cuestecilla que sube lisa hasta la iglesia, un poco antes de acceder al entorno empedrado que embellece y protege la barbacana que se levanta a ambos lados de las escaleras, y que es amplio mirador desde donde se divisa el pueblo a los pies, más allá el amplio valle por el que corre el arroyo Maderano, y en frente, cerrando el valle, el cerrato sobre el que se asienta, cual nave varada en la paramera, la  ermita de la virgen del Rasedo, que los ceviqueños llaman su virgencilla.

 

   Lentamente, acompañados por la música,  todos vamos accediendo al interior de la iglesia para asistir a la misa de la fiesta mayor. En primera fila está parte de la corporación municipal presidida por el alcalde, al que acompañan los alcaldes de otros pueblos vecinos, para dar más realce a la fiesta.

   Ha querido Ricardo que los protagonistas sean hoy los niños de la escuela. Ellos con sus peticiones, ofrendas, y flores se encargan de dar color, vida y luz a la fiesta, poniendo una nota de ternura, simplicidad y autenticidad a la celebración, y su maestra haciendo de todo ello un espacio vivo, a los pies de la imagen, en el amplio y descomunal espacio del templo.

   Lázaro, hijo del pueblo, amigo de infancia, concelebra para dar más solemnidad a la fiesta, que transcurre emotiva y ligera, acompañada de las notas que Aproniano arranca al órgano que revive como hoy en las grandes ocasiones, y que resuena cálido y majestuoso, atronador casi, acompañando al canto que va desgranando Gloria…

   Así se llega al final. Cae una suave llovizna cuando salimos de la iglesia. A las dos hay un “vino español” en el antiguo matadero, un elegante edificio de ladrillo y piedra que se levanta junto al arroyo, a las afueras del pueblo. Todavía su solo nombre despierta en mi mente las tristes imágenes, la sangre, los gritos y  lamentos que procedentes de él se me quedaron  grabadas de niño.

   La gente empieza ahora un lento y desperdigado desfile, en pequeños y animados grupos, hacia el convite y refrigerio que allí se ofrece, en el gran espacio acondicionado para ser hoy lugar de confraternización, celebración festiva, encuentro de amigos y revivir de anécdotas y recuerdos de otros tiempos. El matadero  hierve ahora con la alegría de la gente que se apretuja, saluda, habla, come y bebe en torno a las mesas dispuestas.

   Han venido muchos de fuera al reclamo de la fiesta, que hoy tocará a su fin con la proyección fotográfica de la tarde, en la que Juanjo nos mostrará la vida del pueblo en este último año, captada con su inseparable máquina siempre al hombro, y con el “chocolate de fin de fiesta” de las ocho.

   En realidad, aunque hoy es martes, y con estos actos concluye el Programa de Fiestas, ésta había empezado días antes. Con una película el viernes, y con un pasacalles animado por la música, las peñas y la charanga de los toros de carretilla, -encierro ecológico los llaman-,  el sábado.

   Como hacía frío se agradecían las sopas de ajo calientes que nos ofrecieron las Amas de Casa para entrar en calor, echando a la caja la voluntaria aportación para el proyecto “San Martín Solidario” puesto en marcha para colaborar con Mensajeros de la Paz.

   El domingo fue el día grande, aprovechando que el pueblo estaba de bote en bote de gente, muchos forasteros. La arteria principal del pueblo se iba llenando de docenas de coches clásicos, esperando la hora de partida para la IV Ruta que subiendo al páramo les llevaría a Cubillas de Cerrato, para volver a Cevico  pasando por Población.

   Antes del desfile automovilístico la iglesia se llenó de fieles para participar en la misa. Una celebración especial, emotiva, viva y solidaria por la presencia del carismático Padre Ángel, fundador hace más de cincuenta años de Mensajeros de la Paz, a quien su amistad con Ricardo, nuestro cura, había traído de nuevo al pueblo.

   Él, con un niño apadrinado por Mensajeros, fueron los protagonistas involuntarios y los referentes del acto. Unas jóvenes hicieron las ofrendas y nos acercaron a su figura con una breve entrevista a pie de altar en vivo y en directo. José María, el alcalde, le hizo entrega de unos regalos representativos del pueblo, y de la recaudación obtenida con el Proyecto. Las palabras agradecidas del Padre llenaron el templo inmenso de cálido y emotivo silencio y respeto roto al fin por un sincero aplauso liberador de emociones…

   Abajo, fuera,  esperaba el centenar de coches para el desfile. Fuimos tomando posiciones para ver pasar fugazmente, por un instante, ruidosa y estridentemente acompañados por sus cláxones, aquellas piezas de museo, retazo de vehículos de otra época que duermen su tiempo en algún almacén de coleccionista.

   Sorprendentemente, el Padre Ángel abría la marcha al volante de uno de ellos, con José María, su propietario, de copiloto.

   Mientras esos viejos y relucientes cacharros  hacían su ruta, la mañana del domingo tenía otra cita ineludible: la inauguración de la III Muestra de alimentos y artesanía que organiza la fábrica de quesos del pueblo, en la vieja plaza de la olma, hoy sin olma y a cubierto de una gran carpa, muy concurrida de curiosos, visitantes y compradores de algunos dulces, castañas, labores  o queso.

   En ella se nos pasó rápido el tiempo, de puesto en puesto, hasta la vuelta de los coches, pues en el Frontón Municipal, junto a las piscinas, estábamos convocados a una Paella Popular con la que se invitaba a los participantes del desfile.

    Bajo otra gran carpa, después de entregar el tique, y recoger nuestro plato de arroz, el  pan y la bebida, nos fuimos acomodando para la conversación y la comida unos pocos centenares de comensales.

   Así fue transcurriendo el domingo y la tarde de un pueblo cerrateño en fiestas. Algunos fuimos al casino para tomar un café en sus viejas mesas de mármol, y encontrarnos algún amigo con quien departir un rato, mientras al lado se forma alguna partida de cartas. Los jóvenes de las peñas se reunieron a merendar en alguna de las muchas bodegas que sobreviven al tiempo y al olvido en el pueblo. Se hizo pronto de noche y la gente se fue recogiendo en casa, o se reunió en alguno de los bares. Los visitantes y forasteros se fueron marchando hacia Palencia, Valladolid… o más lejos, con el sabor de la fiesta aún en la piel, su recuerdo en la mirada, y en su ánimo el regusto dulce de los buenos momentos vividos y el deseo de regresar pronto al lugar de sus deseos, donde sus sueños parecen hacerse realidad.