EL “TÍO GRANDE” Y UN MILLÓN EN LA PECHERA

 

 

 

Florencio Sancho nació en Villaviudas, en una familia de carniceros (cortadores, como dice él, y como se denominaban popularmente). No fue a la escuela, precisamente porque su familia le necesitaba trabajando en la carnicería. Tenía que llevar carne a Magaz, donde vivía su hermana, para venderla allí. Y allí iba montado en una yegua.

 

Hombre de gran envergadura, Florencio tenía una fuerza descomunal. En una ocasión, en los años 40, tenía que llevar unos corderos a Palencia, por encargo del Hospital San Luis, un hospital psiquiátrico exclusivamente femenino regentado por monjas, y al carecer de medio de locomoción los llevó a pie, según cuenta. Tras entregar los corderos la madre superiora le preguntó si había comido, y al ser su respuesta negativa las religiosas le prepararon una buena comida.

 

Cuando se independizó del negocio familiar se hizo pastor. Sus lechazos cogieron gran fama, y su gran envergadura motivó los dos apodos por los que se le ha conocido siempre: “el Jambo” y “el Tío Grande”. Así, en el famoso restaurante El Figón de Recoletos de Valladolid, al que él suministraba lechazos, existe un librito explicativo que se entrega a los clientes en el que se cita como origen de buenos lechazos la comarca del Cerrato y se destaca entre los nombres propios “Florencio (pastor) alias “El Tío Grande”, de Palencia”.

 

 

En 1945, yendo con otros dos pastores en burros llevando cereal de Castrillo Tejeriego a Piña para molerlo, se desató un gran nublado que encharcó de tal forma el camino que los animales no podían continuar. Ante esta circunstancia los otros dos pastores abogaron por regresar a Castrillo Tejeriego, pero en la mente de Florencio nunca estuvo el rendirse ante las adversidades, por lo que no quiso desandar lo andado. Así que, según cuenta, agarró al burro con carga y todo y medio al hombro medio a la espalda, pisando por unas tablas, pasó el aguachal con el pollino, mientras sus compañeros le gritaban ¡¡para, que te vas a aguar, que te vas a aguar!! Cuando me lo cuenta exclama ¡¡de joven tenía más fuerza que un toro!!

 

Por ello no es raro que a la hora de enamorarse se fijara en alguna mujer fuerte y trabajadora como él. Y la encontró, como no podía ser de otra forma, trabajando en el campo, en Olivares. La vio trabajar duro, recolectando la cosecha, y se dijo “esta es p’a mí”.

Esa mujer era Apolonia Velasco, cerrateña también, de Olivares. Apolonia era así mismo de temperamento fuerte. Tenía el temor de que le robaran el dinero que había ahorrado, y con frecuencia lo llevaba consigo, guardado entre los pechos. Llegó a llevar ahí metido, en la pechera, hasta un millón de pesetas. Cuando Apolonia falleció, Florencio encargó hacerle un panteón monumental, el mejor que hay en el cementerio de Olivares. El infortunio ha hecho que reposen allí también los restos de su hijo Eugenio, fallecido muy joven, con tan solo 52 años de edad.

 

Florencio Sancho se afincó después en Población de Cerrato, donde le gusta contar a quien se le acerque sus peripecias vitales, la fuerza descomunal que le permitió acometer con éxito los más duros trabajos, su amor por Apolonia y también sus recuerdos de los soldados italianos que envió Mussolini en ayuda al bando franquista en la guerra civil española. “Franco les pagaba bien y les daba de comer estupendamente, comían lo que querían”, cuanta Florencio, que recuerda que en los pueblos en los que se alojaban estos soldados italianos los niños y niñas iban a verlos y ellos les decían a las chicas “signorina, ¿que te pasa por tua cabeza?, un trimotor”. Trimotor era el nombre que los soldados italianos daban a los piojos.