ESTAMPAS CERRATEÑAS

         

           VILLAGUSTOS en CASTRILLO DE ONIELO

 

 

  

 

Tiene ochenta y dos años, y además de cura en activo de dos pueblos, es cazador. Con la escopeta al hombro, una agilidad asombrosa, y un dinamismo sorprendente, sale al campo, por donde se mueve el conejo, corre la liebre y alza la perdiz el vuelo.

 

   Ayer quiso llevarme a conocer el terreno que pisa y caza.

 

Desde Castrillo de Onielo, su pueblo, elevado en lo alto de un cerro que corona la torre de su iglesia de la Paz, enfilamos hasta la ermita de la Virgen de Villagustos, situada a unos cuatro kilómetros del pueblo. Aquí hubo en tiempos un poblado, o villa, llamado Villagustión, que desapareció hacia el año 1340. Hoy sólo queda la recia y elegante ermita de piedra que donó a la iglesia una tal María Sancha, allá por el año 1330, y que no hace mucho restauraron con mimo y primor los castrilleros para evitar su ruina y pérdida. Junto a ella, las paredes semihundidas de antiguos apriscos del ganado, y la pequeña campa, con mesas y bancos de madera y piedra, y unas barbacoas, que a mediados de mayo y de agosto se viste de fiesta, y en la que se come en cuadrilla, y se baila al son de la dulzaina, cuando se celebra la romería en honor de la patrona, cuya imagen románica se conserva en la iglesia del pueblo.

  

  El paisaje es Cerrato puro y auténtico: Un amplio valle entre amplias y extensas parameras planas, que se rompen y descuelgan en laderas, a veces suaves, otras rasgadas por cárcavas y barrancas, hasta alcanzar el valle que recorre la carretera, por donde discurre, silencioso, el arroyo Maderano, que arranca al este, en Cevico Navero, y pasando por Villaconancio, roza la atalaya de Castrillo, en su camino hacia Cevico de la Torre y su encuentro con el Pisuerga en Dueñas.

 

  Subimos por detrás de la ermita hacia el páramo. El terreno es áspero y ondulado. La tierra caliza. Se ven los cristales de yeso tan abundantes en esta tierra. También muchos trozos de teja, de la antigua población me dice D. Erfidio.

 

 

   Se sabe un nido de pájaros y le busca. Es terreno de liebres. Las entradas de las cuevas y galerías subterráneas excavadas por los conejos, aparecen como bocas desdentadas por muchos lados del suelo calizo y ralo, aprovechando un desnivel del terreno o el tronco de unas encinas. La liebre no hace cueva, hace cama en el suelo sobre la que se aplasta. No es difícil sorprenderla y cazarla aquietada y dormitando en ella.

 

   La ladera del páramo de enfrente, en la que parece más suave el terreno, se ve repoblada de jóvenes pinos, ya frondosos y tupidos, de un  intenso verde claro. Por la que andamos hay arbustos y plantas bajas que gustan a las ovejas. No está lejos el corral donde se guardan cuando vienen. Aquí son encinas las que habitan y colonizan el terreno. Pocas y aisladas por donde andamos, más allá, ladera adelante, se hacen bosque denso.

 

   Aquí habita el corzo y el jabalí. Vemos la labor de los cuernos del corzo sobre un pino aislado que debió nacer de un piñón que se le cayera a un pájaro: Tiene algunas ramas rotas y peladas.

  

   Es visible también la senda que hace el jabalí de ir y venir por la noche a hozar donde hubo una fuente, hoy seca, pero sin duda mantiene el venero bajo la gran junquera que lo cubre todo a su alrededor, testigo del frescor y el agua oculta, que no desaparecida.

  

   Al otro lado de la carretera y el arroyo, a la izquierda del bosque de pinos jóvenes, fíjate, me dice, en aquella encina solitaria que se ve enfrente. Allí,  hasta 1545 hubo un pueblo que se llamó Santiago del Sombrión. Un cura de allí tuvo un pleito con los pastores que se negaban a aportar para su mantenimiento. Intervino el cura de Cevico Navero de mediador entre ellos. No se llegó a un acuerdo.

 

   En la década de los sesenta del siglo pasado, cuando la concentración parcelaria, el nuevo dueño al que se le adjudicaron esas tierras, donde se ubicaba aquel antiguo pueblo, mientras las araba, desenterró un montón de restos humanos. Un centenar de ellos  me dice. Debía ser el terreno donde estuvo la iglesia, ya que se enterraba en su interior, o el cementerio anexo. Desenterrados todos los restos y agrupados, alguno de los que tuvo entre sus manos le impresionó mucho, por su tamaño y  proporción considerables. En unos sacos, luego, fueron llevados a enterrar al cementerio de Castrillo de Onielo, por pertenecer estas tierras a su término.

 

   Para acabar de acceder a lo alto del páramo tenemos que trepar por la pared inclinada,  de piedras calizas, que el agricultor, al arar, ha ido encontrando, sacando y amontonando donde acaba la paramera y empieza a caer la ladera. Es como un gran majano extendido en vez de los típicos y comunes que se ven en el Cerrato, en los que las piedras se amontonan. Desde abajo, según subimos, parece un paño de muralla de una fortaleza antigua, inexistente y perdida.

 

   Arriba, la llanura inmensa e inabarcable del páramo del Cerrato, que busca igualarse y recrecerse con los que tiene enfrente y a los lados, para hacerse interminable. En el del otro lado del valle amarillea el rastrojo,  ya cosechado el cereal. Aquí hay sembrado un  girasol con mucho recorrido aún por delante.

 

   Desde esta privilegiada atalaya la vista es espectacular. Es un panorama impresionante y magnífico, como contemplar, ensimismado y sobrecogido, una buena parte de esta peculiar comarca a vuelo de pájaro, y percibir su personalidad y señas de identidad, que se repiten inconfundibles desde cualquiera de los múltiples miradores que uno se encuentra recorriendo su orografía: A la espalda la llanura inmensa y homogénea que, con sus 900 metros de altura media, le da nombre  y fisonomía. De frente, a derecha e izquierda, el ancho valle que recorre el humilde arroyo al que han vuelto los cangrejos. Visible por la fina línea del verdor de la vegetación y los juncos y espadañas  que le acompañan. A veces son chopos que perviven en sus orillas los que ayudan a encontrar su curso. El valle es un puzle de tonos y colores diversos, según las diversas siembras de las parcelas: El verde intenso de la alfalfa, el pálido del girasol, y el oscuro de la remolacha, contrastan con los amarillos diferentes del cereal,  -cebada, trigo y rastrojo-, donde negrean los cuervos brillantes y aguardan las alpacas, y los ocres y grises de las tierras de barbecho.

 

    De tarde en tarde pasa un coche por la carretera, y un tractor con remolque por uno de los caminos agrícolas que le surcan polvoriento. Una cosechadora enana se afana más lejos entre una polvareda.  Hacia Castrillo, en su vega, resisten un par de palomares que aún aguantan de pie sus paredes. Hay un molino harinero abandonado cerca del arroyo, que él vio funcionar un día. Lleva a sus espaldas y en su memoria más de cincuenta años de historia de estas tierras, desde que llegó a ellas cambiándolas por un pueblo de la Montaña palentina, con el  que cada año, en verano, tiene una cita ineludible.

 

  Una rapaz poderosa se enseñorea del cielo azul, límpido, como una parábola de esta hora del caer de la tarde. Preciosa, queda, inmóvil oteando su presa. Silencio. Sólo roto por el silbar de un pájaro, el zureo de una paloma torcaz, y la carrera y el vuelo corto de unos pollos de perdiz que surgen de pronto, y desaparecen con la madre entre unas matas.

 

   Seguimos avanzando por el plano páramo hacia donde muere y empieza de nuevo el descenso. A esta altura dominante le  llaman el Pico de la Virgen, por su proximidad a la ermita sin duda. Aquí la vista vuelve a regalarme una sorpresa. Es tan amplio el panorama y tan vasto el paisaje, que de pronto aparece ante nuestros ojos algo que no había visto nunca, la visión, a un tiempo, de cuatro pueblos del Cerrato,  y dos ermitas, con solo mover la cabeza.

 

   A la izquierda, hacia el este se ven Cevico Navero con la torre de su iglesia, y más acá Villaconancio.  Un poco a la derecha, al fondo, Castrillo de Onielo y más allá, detrás, Vertavillo y su espigada torre. Hacia el oeste, en lo alto del páramo que se iguala con éste, se dibuja borroso el cuerpo de la ceviqueña  ermita de la Virgen del Rasedo, abajo, a nuestros pies y a tiro de piedra la de Villagustos…

 

   Se mete el sol, jugando al escondite tras el monte, y nos recreamos en el regalo del anochecer que enciende de rojo intenso y fuego la tarde. Es hora de bajar del balcón y las alturas.

 

   El descenso es pronunciado y rápido. Un alma inquieta y un espíritu activo e indomable, mueven un corazón y un cuerpo octogenario a un ritmo impropio de sus años. ¡Un conejo! me grita mientras se echa a la cara el palo de andar a modo de escopeta, que dispara un suspiro anhelando el final cercano de la veda.

 

   Ya estamos abajo. Abre la ermita y me la enseña, y explica toda la restauración llevada a cabo altruista y desinteresada por los jóvenes del pueblo. La vidriera policromada, con la fiel reproducción de la talla de la Virgen, que hicieron los de Vidrio Arte de Husillos, que deja pasar la última luz de la tarde. La mesa labrada de la sacristía. El coro, donde  me muestra la escalera, la barandilla, la forja, las vigas y el artesonado. Se siente orgulloso y feliz de su pueblo de adopción y de su gente, capaz de llevar a cabo un trabajo tan profesional, completo y con tanta calidad, dignidad y belleza.

 

 

   Anochece cuando llegamos a la puerta de su casa parroquial, adosada a la iglesia. Unas mujeres sentadas a la puerta de su casa toman el fresco de la noche conversando. Les saludamos. Nos despedimos. Regreso a casa alegre, con el corazón henchido de paisaje, de luz, y conversación gozosa. Nutridas mis raíces y regada el alma con este baño de sensaciones y emociones que el Cerrato regala generoso a quien se adentra en su interior, recio y seco, en busca de una belleza diferente.