ESTAMPAS CERRATEÑAS:

 

      SAN MIGUEL EN   

      HONTORIA DE CERRATO

 

 

   A Hontoria hay que ir a propio intento. No es un pueblo, como tantos del Cerrato, que te salgan al paso de una ruta turística que uno haga. Sin embargo  hoy, que he acudido invitado a la fiesta patronal, he comprobado que bien merece la pena una visita este pequeño, escondido y bello rincón cerrateño.

 

   Está a sólo doce kilómetros de Cevico de la Torre yendo por carretera, subiendo la cuesta del Murallón y bajando a Tariego de Cerrato. Aunque aún está más cerca si uno sube, como nosotros este verano varias veces desde el pueblo, por el camino llamado de Hontoria, que arranca y enfila el páramo desde el camino del cementerio, justo después de cruzar primero la carretera que por el ancho valle conduce al pueblo de Valle de Cerrato, y un poco más adelante el arroyo que viene de ese pueblo y lleva su nombre, y que se junta, aguas abajo cuando las lleva, con nuestro Maderano.

 

   Subiendo el camino, dejando algunas viñas a la derecha, ya en sazón, y una vez arriba en la paramera, hay también aquí, a un lado, unos corrales antiguos de piedra, a duras penas resistiendo el tiempo, el desuso y el olvido, con su chozo de pastor aún en pie y erguido. Es visible al fondo el antiguo vertedero comarcal, hoy clausurado y pendiente de sellado, pero ante todo esta llanura mesetaria de 800 metros de altura está colonizada, explotada, explosionada, herida, desgarrada y abierta en canal para ser cantera, mina, fuente inagotable y nutriente de la fábrica de cementos que se asienta donde muere el páramo, más allá, al otro lado del pueblo que está abajo, Hontoria, junto al río, en el frondoso valle del Pisuerga.

 

   Volviendo a la carretera, desde Tariego, dejando a la izquierda el balcón-mirador sobre el río, un cartel nos indica que  son sólo tres kilómetros hasta el pueblo, en los que la carretera va bordeando el páramo-mina a su derecha, con el río y sus chopos hendido a sus pies.

 

    En seguida pasamos bajo la elevada conducción, a modo de canal aéreo, por donde se transporta el mineral desde la cantera y sus construcciones, -que se asoman y asientan arriba, frente al pueblo, donde acaba el páramo y empieza la ladera, más acá del monte repoblado de pinos que marca el término de Tariego-, hasta la fábrica de cementos que un día se llamó Hontoria, y donde se transformará en uno, dicen, de muy buena calidad y hoy con otro nombre.

 

  A la entrada del pueblo, a la derecha de la carretera que cerrando un rectángulo se dirige a Valle de Cerrato, hay alguna casa, y naves industriales nuevas, y viejas construcciones de adobe y piedra abandonadas, y están también, -como he visto en la entrada, o según por dónde en la salida de tantos pueblos del Cerrato-, las antiguas eras que como los chozos y corrales de pastor, son testigos fosilizados y mudos, de un tiempo y unos trabajos antiguos, y de unos usos y oficios desaparecidos, que fueron la esencia y la seña de identidad de estos pueblos que se resisten hoy a ser sólo historia y recuerdo.

 

   El caserío se extiende paralelo a la carretera, por el valle, entre el arroyo y la ladera del monte bajo cuya sombra protectora se asienta. Atravieso el arroyo por un puente junto al que hay una fuente y un pilón. El arroyo, encauzado y en un tramo cubierto, sigue su curso hasta el cercano Pisuerga. Se llama Madre, curiosa la raíz MAD de los arroyos de esta comarca: Maderano, Maderazo, Maderón, Madrazo, Madre…

 

   Dejo el coche y empiezo a subir andando por el pueblo, que por la calle los Cotarros se empina hacia la falda del pico Agudillo. Hasta sus pies trepan, se agarran y se levantan las casas protegidas por él de los fríos y vientos del norte. Allí donde terminan las casas empiezan las bodegas, muchas convertidas en merenderos, excavadas en los cotarros, y coronadas por altas chimeneas y zarceras. También  hay cuevas, que como las de Cevico, o las chozas de Vertavillo, Castrillo y de otros pueblos del entorno, fueron antaño viviendas de los más pobres, los jornaleros y braceros que no las encontraban abajo, en el pueblo, y arranca luego, más arriba, la recurrente repoblación de pinos, y sigue el monte y el páramo hacia el este, que separa este pueblo del vecino Soto de Cerrato…

 

   La iglesia, con una esbelta espadaña y enorme nido de cigüeña en sorprendente equilibrio, domina el pueblo desde su altura, en la divisoria entre las viviendas, las bodegas, las cuevas y la ladera blanquecina del picachón gigante y puntiagudo. Hay como un viejo corralón a sus pies por el oeste, de paredes de adobe semihundidas. Me asomo, y es el viejo cementerio en el que a duras penas resiste una vieja cruz de hierro mutilada que asoma entre el pasto seco.

 

 

 

 

 

   He visto en otros pueblos del Cerrato,  -Esguevillas, Castrilo de Onielo, Vertavillo,  Castrillo  Tejeriego, Valle…- con emoción, devoción, curiosidad y respeto, los viejos cementerios abandonados, algunos sí reparada su cerca y su puerta, donde reposan fundidos en la tierra y el polvo, los restos de los antepasados que nos precedieron escribiendo la historia de estos pueblos.

 

   Desde la iglesia hay un amplio mirador hacia el oeste, hacia el valle del río: Al otro lado Baños de Cerrato,  oculto tras los chopos del río, que sólo dejan visible el cementerio donde reposan mi padre y mi abuelo; y Venta de Baños, y su polígono industrial, por donde se abre camino la A 62, y la nueva línea ferroviaria de Alta Velocidad que justamente hoy se inaugura, y la torre de la iglesia de Vllamuriel, y Palencia intuida al fondo, y el Monte el Viejo, y los Montes Torozos coronados por los gigantescos nuevos generadores eólicos, y Dueñas oculta por el cerro de Tariego,  donde resisten las ruinas del telégrafo óptico que la gente llama el castillo … En frente, hacia el sur, ladera arriba,  la mina con su soniquete, y el camino que aquí, claro, se llama de Cevico y es el mismo que allí llaman de Hontoria.

 

   A las doce y media repican las campanas. No, las voltean dos jóvenes que se han subido al campanario, y empieza a sonar la música por las calles que suben a la iglesia: Una dulzaina, una caja y un tambor, con camisa blanca y pantalón negro, colorean con sus notas  el ambiente, dándole un aire festivo, de celebración antigua y  alegría nueva. José, mi amigo y anfitrión, viene a mi encuentro, me habla entusiasmado de su pueblo, pequeño pero unido, me le enseña y me presenta a Maite, a sus amigos y a su gente.

 

   Entramos en la pequeña, coqueta y recogida iglesia, con una nave central de arcos de piedra apuntados, y dos pequeñas naves como añadidas y adosadas posteriormente, que preside un retablo barroco en el que la figura central es el patrón, San Miguel, pisando y alanceando al ángel caído y derrotado. En frente, a los pies, se alza el coro.

 

   Está engalanada para la fiesta con flores, presiden los representantes locales e invitados de pueblos vecinos, concelebran tres curas, hay sermón largo y solemne, los bancos están casi todos llenos, se respira el ambiente de las grandes ocasiones, un pequeño órgano esparce sus notas y perfuma el aire,  el canto de un coro de hombres y mujeres del pueblo que han ensayado para la ocasión pone la nota de color, y al final se canta majestuoso y emotivo el himno al patrón:

 

   -San Miguel Arcángel,                                                     -Hijos de este pueblo,

   oye la oración                                                                    todos a una voz

   de este humilde pueblo                                                   entonemos juntos

   que pide perdón                                                               un himno de amor.

                                   ¡Quién como Dios!   ¡Nadie como Dios!

 

Y se termina la misa, y se sale de la iglesia después de responder todos al grito de ¡”Viva San Miguel”!  que fuerte y atronador resonó en lo alto del coro.      

 

   Son ya casi las dos cuando los que salen de la iglesia, el pueblo entero, desfiladesde ella hacia abajo, hasta el pabellón cubierto junto al arroyo  que es lugar de encuentro, reunión, celebración, fiesta y tertulia en días como éste. Es la hora del ágape y del compartir conversación y picoteo. Hay muchas mesas repartidas y todas están llenas y bien surtidas de comida y bebida de todo tipo y variedad. Es la costumbre que he visto en todos los pueblos el día de la fiesta. El joven concejal de cultura hace entrega de los premios a los ganadores de los juegos de estos días de fiesta, y de una preciosa planta, un anthurium rojo, a todos los vecinos que han colaborado engalanando sus balcones y la fachada de sus casas para la ocasión. Queda mucho en las mesas cuando nos vamos. Lo mejor ha sido la ocasión que este generoso aperitivo ofrece de conocer, saludar, y hablar con personas que conocen o tienen raíces con otras personas o pueblos que uno también conoce, y la corriente de simpatía que por ello fluye espontanea y se establece, haciendo que yo, que nunca estuve aquí, no me sienta del todo forastero.

 

  José quiere enseñarme antes de irme un lugar muy especial y valorado por todos los vecinos. Las antiguas escuelas, una de niños, la otra de niñas, a las afueras del pueblo, frente al arroyo Madre, con zona de recreo, parque infantil y de mayores,  y césped alrededor, con mesas donde sentarse y pasar un rato con los amigos tomando algo, fuera, en la terraza, o dentro de la antigua escuela, hoy bar del pueblo. La otra hace de aula cultural o centro social, donde hace unos días proyectaron una película, y hasta hoy están expuestas las obras, de gran calidad artística, del Primer Concurso de Pintura Rápida de Hontoria, que con gran número de artistas de muchos lugares se celebró el pasado sábado, y que ofrecen diferentes  visiones y enfoques del pueblo, sus vistas y paisaje, siendo no obstante predominante en casi todas la imagen de la iglesia.

 

  Allí, tomando la última, me despido de José, un amigo que me regaló nuestra común afición a la genealogía, experto en numismática y amante de su pueblo, donde encuentra sus raíces  y disfruta de su paisaje, su casa y su gente, y de Jesús, otro hijo del pueblo del cual conoce a fondo su historia y cultura, de las que es amante, buscador, estudioso y enamorado.

 

   La vuelta a casa, al pueblo, la hago ahora, ya entrada la tarde, por la carretera que viene a Valle, subiendo desde Hontoria al páramo que ya me resulta familiar de pasearlo tanto este verano, pasando junto a la subestación eléctrica de la que parten las torres y el tendido que alimenta al AVE al paso por esta comarca, en el que ningún pueblo me resulta extraño ni del todo diferente,  porque en todos descubro, se dan y se repiten las señas de identidad que les asemeja, y les da carta de pertenencia a esta tierra donde los valles y los cerratos conforman su paisaje y le dan nombre.