ESTAMPAS CERRATEÑAS

 

                          

           POR EL VALLE DE SANTIAGO.‏ 

 

 

 

Salimos de Valladolid por la antigua carretera de Cabezón de Pisuerga. Antes de llegar a este pueblo, nada más cruzar el puente que salva el trazado las obras del AVE, tomamos la carretera que sale a la derecha en dirección a Valoria la Buena, antigua Valoria la Rica.


  

 La carretera transcurre paralela al trazado ferroviario, vallado, en el que las traviesas alineadas aguardan su montaje en la plataforma, empinándose por el valle hasta alcanzar la cota del cerro, que horada un túnel por el que algún día volarán los trenes.

 

  Al coronar, -Dueñas en el horizonte, Cigales y Montes Torozos al oeste-, un valle interminable, frondoso y verde se abre ante nuestros ojos. Es el valle que forma el río Pisuega y su vega. Por él transcurre el río, formando múltiples meandros; el Canal de Castilla; la vía férrea de la antigua Compañía del Norte Madrid-Hendaya; la Autovía de Castilla, la A 62, y de nuevo, el trazado del AVE, que emerge de la profundidad de la montaña y se extiende  hacia el norte.

 

  En lugar de descender hacia la Granja Muedra y Valoria, nosotros cogemos un desvío a la derecha, que rápidamente desciende a otro valle más estrecho y recogido donde se asienta el pequeño pueblo de San Martín de Valbení.
  

A la entrada del pueblo, sobre un pequeño promontorio que le domina, nos reciben unas ruinas, restos del castillo que allá por el siglo XIV y XV mandaron edificar la familia de los Zúñiga, señores del pueblo, y que los actuales propietarios, los marqueses de Camarasa, decidieron derribar en la década de los 50 del siglo pasado.


   Cruzando el arroyo del Prado llegamos a la plaza, donde se levanta la mole pétrea de su esbelta iglesia gótica de finales del siglo XV, dedicada al Salvador.
  

  Está abierta y podemos visitarla. Es de "una sola nave, dividida en tres tramos con cubiertas de crucería estrellada, en cuyas claves aparecen los escudos de los Zúñiga, con un coro alto a los pies. La torre es un bello ejemplar herreriano de tres cuerpos ejecutada en 1585". Leo en el librito que nos regala la señora que nos recibe, escrito por Enrique García Martín, sacerdote que ejerció en el pueblo cuando le había. Ahora viene  el de Cabezón a decir misa los domingos.
  

   Desde la plaza, salimos del pueblo valle arriba, pasando por delante del ayuntamiento. Estamos en el valle de Santiago, en otro tiempo  llamado valle benigno, de donde derivó al actual Valbení.


   A la salida del pueblo la carretera se hace polvoriento camino agrícola, que sigue ascendiendo suavemente paralelo al arroyo que desciende a nuestra derecha en busca del Pisuega.
  

   Al poco, apenas tres kilómetros, aparece lo que un día fue un pueblo, y hoy son un conjunto de ruinas de adobe y piedra, casas semihundidas, abandonadas algunas, y un conjunto de naves, establos y corrales en las que faena un tractor sacando estiércol. En la fachada que queda de la que un día debió ser noble, aún campean dos grandes escudos heráldicos.
  

  A la entrada, en un cartel de chapa, escrito con letras negras, su nombre: Granja de San Andrés. Más arriba, en un alto, las cuatro paredes destechadas, y desnudas de ventanas y puertas, de lo que fue la iglesia parroquial. Tiene un pequeño cementerio adosado en un lateral, en el que aún perduran unas viejas cruces de hierro oxidado, y la lápida funeraria de una niña de cinco meses "que subió al cielo" en 1943. Parece ser, según nos dieron, que los últimos habitantes lo abandonaron y se bajaron a San Martín de Valbení en 1948.

 


   Sin embargo, en este lugar, en el siglo XI se fundó el monasterio benedictino de San Andrés de Valbení, dependiente del cisterciense de Santa María de Valbuena hasta 1175.
  

    En 1230 el monasterio se trasladó al lugar de Palazuelos, a unas tierras cercanas propiedad de éste, llamándose a partir de entonces de Santa María de Palazuelos.
  

   San Andrés y San Martín de Valbení pasaron a ser entonces simples granjas propiedad del monasterio.
  

  Dejamos la Granja y subimos todavía un tramo del camino en coche, hasta el cruce con otro que sale a la derecha, y se enfila hacia el páramo en dirección a Piña de Esgueva.


   Empezamos a caminar valle arriba. El camino va pegado a la ladera izquierda del valle, muy poblada de encinas, robles y quejigos, que forman un tupido bosquecillo, donde sin duda corzos y jabalíes tendrán su refugio. Son los restos de aquel antiguo y tupido bosque, cuando antes de roturarse para explotarlo, todo el páramo cerrateño era un gran boque de encinas, sabinas, robles, y quejigos.

 

    El vallejo se ensancha a la derecha, todo él verde de un cereal crecido, que anuncia una gran cosecha que ahora el viento mece en suaves ondulaciones, como un mar en calma.

  

   Hay alguna rapaz que navega por un cielo límpido y azul. El arroyo es apenas una leve cicatriz zigzagueante en medio de la cosecha, por la mitad del valle. Desde su margen izquierda, ésta asciende hasta toparse con la otra raya del bosque, casi a medio camino entre el arroyuelo y la paramera de enfrente, donde reinan las encinas verdeoscuras, y algo más claro el robledal.

  

   Cuando ya el valle se estrecha como en un embudo, y las dos laderas boscosas se acercan al camino casi emparedándolo y constriñéndolo, el paisaje es un trampal, y aparecen los juncos. El camino se encharca y humedece, y dos surcos de agua se encuentran y forman el arroyo que nos viene acompañando desde el pueblo. Una viene por medio del camino por el que ya se intuye la inminencia del altiplano. El otro baja rápido y ruidoso a nuestra izquierda. Subimos, y nos encontramos con una fuente de dos caños que recoge y vierte el agua fresca que unos metros más arriba emerge de un corte cavernoso en la ladera.


   Un buen lugar para hacer un alto, reponer fuerzas y contemplar el paisaje umbrío sentados junto al frescor cantarino del venero.
  

   Un poco después de reanudar la marcha, ya casi al final del valle, nos sorprende y embelesa la visión del árbol que estamos buscando, y que es el motor de nuestro paseo. Destaca y sobresale, en la margen derecha del camino que ascendemos, de todos sus compañeros. A todos les sobrepasa su enorme copa, como si de una imponente cabeza se tratase. Es el "roblón de Santiago, que en realidad es un gigantesco quejigo de más de veinte metros de altura, trescientos años de vida, y un porte elegante y noble que necesitaría de muchos brazos juntos para abrazar su áspera y curtida corteza.

 

   Sin cansarnos de contemplarle, volviéndonos a él mientras alcanzamos el final, o quizá el principio de este benigno, recogido y silencioso valle, llegamos a lo alto del páramo inmenso e infinito, donde sólo existe el horizonte, y unos cuantos caminos que se abren en múltiples direcciones, -Cubillas, Esguevillas, Piña, Villanueva de los Infantes-, y un pozo sellado, y dos chozos o cabañas que un día fueron refugio de los pastores que por aquí apacentaron sus rebaños, y las paredes derruidas de los corrales que guardaron los ganados.

 

 Es el Cerrato y su paisaje de contrastes.