EL BELÉN VIVIENTE DE CABEZÓN DE PISUERGA.

 

  

  Veníamos de visitar, a las afueras del pueblo, el monasterio cisterciense de Santa María de Palazuelos, o lo que de él queda después de la malhadada Desamortización, que no es más que la imponente iglesia, en torno a la cual se está trabajando en labores de restauración, excavación, y conservación, del que escribiré en otra “estampa”.

 

   Para llegar a Cabezón, se venga de Valladolid o de Palencia, hay que atravesar el río Pisuerga, cruzando su imponente puente, que primero fue romano, y más tarde medieval, hasta llegar, tras las reformas del siglo XVII al que hoy tenemos, de nueve arcos trabajados en sillería de piedra caliza. Si bien después han sido necesarios otros arreglos, por sucesivos hundimientos, grietas, y derrumbes, atribuibles al corrimiento de tierras, a su ubicación, o a la guerra de la Independencia.

 

   “Puente de las más importantes del reino, y muy antigua, que por ella pasa y se traxina la mayor parte de Castilla la Viexa… y pasan todos los ganados destremo que van a las Montañas y Extremadura, que ningún puente de toda Castilla la Viexa es de tanta importancia como ésta”, se decía de él en 1635.

 

   Cabezón es un pueblo cerrateño, situado en la margen izquierda del Pisuerga, al pie de un páramo que se descuelga y desparrama hasta llegar a la ribera y a las márgenes del río. A veces de forma abrupta y repentina, formando cortados y barrancas; y otras más suavemente, a través de laderas, lomas, y cotarros, que bajan desde los  cerros. De ellos el más importante, -al pie del cual se asienta este viejo pueblo cargado de historia, por ser y estar de paso en el camino real de Valladolid al norte, a Palencia y Burgos-, es el cerro testigo de Altamira, llamado aquí el Cabezo, y del que al parecer podría tomar su nombre el pueblo. Un alto risco, que en su tiempo debió de  ser una atalaya de observación notable, y donde hubo un castillo medieval “del que sólo quedan algunos vestigios”.

 

   Desde lo alto del cabezo, bajando por la ladera hasta la carretera, y al pueblo, donde se levanta la espectacular iglesia de Santa María, del siglo XVI, -como en las laderas, y cotarros de la gran parte de los ochenta y ocho pueblos del Cerrato-, nos encontramos las bodegas. Excavadas bajo tierra, y rematadas por sus luceras, y chimeneas. Y las casas cuevas adentrándose en las faldas de la pendiente, que llaman “chozas” en algunos pueblos, otro signo de identidad común a muchos de ellos. La panorámica que se nos regala a nuestros ojos es inmensa, aunque la limita y difumina a lo lejos la neblina. Valladolid al fondo, a la izquierda;  las dos torres gemelas de la iglesia de Santiago de Cigales de frente; una gran vega delante; la línea de la Alta Velocidad que se adentra por un túnel en los páramos que están a nuestra espalda…

 

  El otro lado del río, y del suave paseo que le acompaña, la otra orilla, está ya fuera de los límites del Cerrato, esta comarca nuestra que vive en tres provincias, -comprimida orográficamente entre la margen izquierda del Pisuerga, y la derecha del Duero-,  y que de pronto se nos muere aquí, en esta ribera.

 

   Más allá, desde la otra orilla es otra la Comarca que se divisa. Zona de viñedos, y vinos, -verdejo y albillo; tempanillo, y garnacha-, con denominación de origen propia desde 1991, a la que  da nombre el pueblo que se levanta delante, en la llanura inmensa que se abre más allá de las vías del tren que fue de la Compañía del Norte; pasando el Canal de Castilla, al otro lado de la autovía A-62: Cigales.

 

   Esa es ya la Comarca de la Campiña del Pisuerga, entre el río y los Montes Torozos, con trece pueblos que la ostentan, y treinta y cuatro bodegas que la nutren…

 

 

 

   Volviendo a Cabezón, y al Cerrato,  al pie del cerro tricolor de Altamira, -tierra rojiza y ocre de alfarero en la base; caliza y blanco del yeso más arriba; coronado por el verde de los pinos de repoblación en la cumbre-, a la altura de las bodegas, junto a las cuevas, se ha abierto una gran explanada, en un paraje natural donde se asienta un conjunto que es como un pueblo de cuento, con sus casas de oficios, su estanque, cuevas, y hasta un castillo, el castillo de Herodes; o como un pequeño gran parque temático, dispuesto para la contemplación de la representación del “Belén viviente”, desde una gradería dispuesta al efecto, que la Asociación Amigos del Belén viene representando desde 1978, de forma altruista y gratuita.

 

   Como llegamos con tiempo, recorremos el parque, las casas, y todo el conjunto. Es un día soleado, claro y muy frio. Las casas se alinean en línea recta bajo la falda de cerro. Son como la recreación de un pueblo del Cerrato de la primera mitad del siglo XX, allá cuando se abrían nuestros ojos a la sorpresa cotidiana de la vida del pueblo.

 

   En el extremo superior, bajo unas cuevas, está la Posada de la Eustiquia, con espacios para el alojamiento, y la taberna, y una mesa donde ella varea la lana de sus jergones.  Sigue la casa de la Costura, y Plancha. La Carnicería, y quesería. La casa de las Hilanderas. El zapatero, aplicado a sus remiendos. La fragua de José, con fuego, fuelle y yunque, donde el herrero forja un hierro que acaba de sacar de las ardientes brasas. La alfarería, con su torno. Las escuelas, un museo que reproduce, como una fotografía, la escuela de nuestra infancia. El horno donde se cuece el pan y las pastas. La sastrería, donde el sastre y su mujer se afanan entre paños y capas.

 

 

   La carpintería, me recuerda a la de Virgilio, el carpintero del pueblo, con todas sus herramientas, afanado él en cepillar una madera. Hay otra posada, la de Facundo, donde unos huéspedes conversan mientras beben. Marcelo, el cantero, tiene también su espacio. Es él quien ha tallado toda la piedra que se exhibe en el “pueblo”. Llegamos al molino. Cae el agua, que se supone de un regato, sobre las palas de una noria haciéndola girar incansable.

 

   Arriba, -hay que subir por un camino empinado hasta mediado el cabezo-, tienen su chozo, los pastores que serán los primeros en acudir al establo. Me vienen al recuerdo las múltiples cabañas que he visto repartidas por muchos parajes y pueblos de esta comarca, que tuvo como seña de identidad principal, y fue su esencia en el pasado, ser tierra donde el principal fue el oficio de pastor. Abajo, en un cercado, unas ovejas churras, y sus corderos. Sigue la cuadra, un establo para el ganado. El burro se entretiene fuera comiendo una de una alpaca de paja. Un poco más abajo está la gran bodega, con sus toneles, y cubas, que por aquí llaman carrales, reproducción de las de esta tierra, el lagar, y el comercio del vino, semeja una de aquellas antiguas Ventas de cruce de caminos, y un poco más abajo aún, combate el frío la sufrida castañera.

 

   Po fin abajo, en la explanada del gran recinto, en la plaza del “pueblo” entrando a la derecha, subiendo por una escalinata de quince peldaños se alza soberbio el palacio donde Herodes recibirá a los Magos.

 

 

 

   Frente al pueblo hay un pozo provisto con su polea, y garrucha, y un regato donde hay unos chiguitos pescando; y un lavadero, con sus tablas de lavar de antes; y una zona o espacio que bien puede ser la era de la villa, donde se reúne y solaza el pueblo, en el que unos leñadores  con una sierra trocean unos chopos que han cortado de la orilla del arroyo…

 

 

 

  

 

    Es casi la una. Ha venido mucha gente. Hay muchas familias jóvenes con niños. Se ha llenado la explanada, y las gradas del escenario están abarrotadas. Una voz que surge el palacio, nos recibe, acoge, y saluda. Ella conducirá y acompañará  la representación, siendo el hilo conductor, y narrativo. Nos sentamos con un pocillo de sopas de ajo en las manos, que nos las calientan, y entonan el cuerpo, y una tapa de pan, membrillo, y queso, que nos vendió el posadero de la entrada. Como no se paga por venir, ésta es una forma de colaborar con la Asociación.

 

   La representación comienza con la Anunciación. En una modesta casita en lo alto del cabezo, en lo que debió ser una de aquellas cuevas, un ángel de blanco y alas conversa con una joven, de vestido blanco y velo azul. Cerca hay otra cueva a la que se dirige la joven María a visitar a su prima Isabel, una mujer mayor de traje marrón oscuro.

 

   Unos soldados romanos acompañan al que proclama, pregona y clava el edicto del empadronamiento en la pared de la posada. Mientras, la vida y la actividad bulle en las casas, sin darle a uno tiempo a fijarse en todas. Hay un continuo trajín, un incansable ir y venir de gente de un lado a otro. Es un pueblo inquieto, laborioso, afanado, y bullicioso. Hay tertulia en las posadas, conversan las mujeres, juegan los niños, vigilan los soldados, entra y sale gente de la bodega, y las casas de oficios.

 

   José lleva del ramal al burro, con María en la grupa, hasta la posada de la Eustiquia. Conversan. No hay sitio, tampoco en la de Facundo, que les rechaza. Llegan por fin al establo. El cansancio de una mujer fatigada, y a punto de dar a luz agradece el refugio. José barre y adecenta la cuadra. Llora un niño. El pueblo, ajeno a todo, prosigue imparable su ritmo.

 

 

   Arriba, al chozo de los pastores, llega otro ángel a anunciarles el Nacimiento de un niño único. Conversan asombrados, sorprendidos. Tocan el cuerno llamando. Cogen dos corderillos,  y van a prisa al establo a ver, conocer, y ofrecer. Después corren exaltados por todo el pueblo, fuera de sí de alegría, gritando y pregonando a voz en grito lo sucedido, ante la mirada atónita de la gente, que empieza a desfilar, entre curiosa, sorprendida, y devota, hacia el establo, llevando modestos regalos, producto de sus manos artesanas.

 

   Hay niños en la escuela. Se hacen dulces y pan en el horno. El sastre cose. Trabaja el zapatero;  y la hilandera en su rueca. Se afana el carpintero en su taller, y sigue el herrero avivando el fuego con el fuelle enorme, y martilleando incansable y sudoroso sobre el yunque. La madera que serraron en la era la llevan a la bodega en una carreta, quizá para fabricar nuevos toneles. Sale al rato la misma carreta llevando una cuba de vino, y el carretero recorre la calle detrás de una gran rueda de carro, recién reparados sus radios.

 

   Para alegría y sorpresa de los niños, entran en escena, rica y exóticamente vestidos, los Magos, con sus pajes. Al llegar al pueblo se desorientan y pierden, por lo que acuden al palacio. Suben, les recibe el rey. Se sorprende, no sabe, se asusta. Llama al sabio que le lee la profecía de dónde habría de nacer el que vienen buscando. Herodes les manda a Belén, a ver al niño, con encargo de volver para informarle.

 

   Van al establo, encuentran al que buscan. Los pajes llevan los regalos. Le agasajan, pero advertidos de las malas intenciones del rey, no vuelven al palacio. Se van por otro camino.

 

   Luego son los padres del niño los que se van, huyen lejos de la ira bárbara y desatada del tirano, de nuevo a lomos del burro, convirtiéndose en emigrantes, o más bien en refugiados en tierra extraña. Parece que la historia es cíclica y se repite.

 

   Después de cincuenta minutos acaba la representación. Los fugitivos pasan por delante de la plaza en su huída, para que los niños puedan ver al Niño en brazos de su madre,  y al simpático y manso burrillo de cerca. También se acercan los magos, y los demás figurantes. Todo el público puede entrar, y entra al pueblo para contemplarle de cerca, ver sus estancias, sus casas, y a los artesanos que lo habitan.

 

   La voz de Enrique Vázquez Velasco, de la Asociación de Amigos del Belén, que ha ido cosiendo el relato, nos despide, nos agradece la visita, y  agradece a los 96 actores que con su trabajo, presencia, e implicación hacen posible esta representación tan lograda, en el marco de este entorno tan bien conseguido.

 

   Al bajar dejamos a nuestra espalda el Cabezo, el parque del Belén, sus casas de oficio, y sus gentes. Al frente la planicie, la vega, la llanura de la Ribera del Pisuerga,  Torozos al oeste, y las tres torres de las dos iglesias: La Asunción, y Santiago. La de Cabezón a los pies, y la de Cigales un poco más lejos, claramente erguida en la distancia. Dentro, me llevo el regusto dulce del esfuerzo de un pueblo unido en la realización de un sueño, que han compartido con nosotros.