RACIONAMIENTO Y ESTRAPERLO

 

 

      Recién finalizada la guerra española, la escasez de alimentos motivó una orden gubernamental, de fecha 14 de mayo de 1939, estableciendo un régimen de racionamiento para productos básicos y de primera necesidad, con las correspondientes cartillas de racionamiento, primero familiares y desde 1943 individuales, formadas por cupones que sellaban o cortaban cuando se usaban, para controlar el consumo que de ellos hacían los ciudadanos. En ese consumo se establecieron categorías, de forma que los militares y los curas disponían de más cantidad, los hombres más que las mujeres, los niños menos aún y los adultos de más de 60 años se equiparaban a las mujeres, aunque también se tenía en cuenta el estado de salud, el tipo de trabajo que se desarrollaba e incluso la posición social de cada persona; también variaba en función del producto concreto racionado. Este régimen duró hasta mayo de 1952.

 

   La compra venta de productos racionados excediendo el cupo, burlando la norma, se llamó estraperlo. Este nombre proviene de una ruleta eléctrica denominada straperlo, que a su vez se deriva de la unión de la primera parte de los apellidos de tres empresarios holandeses, Strauss, Perel y Lowann, que en 1934 pretendieron sobornar al gobierno para que les permitiera introducir esa ruleta en el Casino de San Sebastián y en algunos hoteles de Mallorca. La ruleta straperlo estaba trucada, pues tenía un botón que posibilitaba que saliera la bola que la banca quisiera, por lo que la palabra estraperlo (ya castellanizada) sirvió para designar cualquier negocio realizado con fraude.

 

   El hambre y la necesidad hacían que el estraperlo estuviera a la orden del día, y explican episodios como el ocurrido en Espinosa de Cerrato. Servidea Arribas Pascual, que desde muy pequeña había visto que en la panadería había que entregar un cupón para que les dieran pan, cuando tenía 9 años se encontró en la calle uno de estos cupones de racionamiento, que se le habría perdido a alguna vecina. Lo cogió y se lo enseñó a su madre, Priscila Pascual, diciéndole “esto sirve para comprar pan, ¿verdad?”, y su madre le respondió: “sí, hija, vete con él a la panadería y  pides que te vendan pan, y si te preguntan quién te ha dado ese cupón dices que una señora que vive ahí arriba y te ha mandado a por pan, pero que no te acuerdas como se llama”. El panadero, viendo el número del cupón (estaban todos numerados), supo de quién era y le vendió el pan. Servidea lo cogió y lo llevó a su casa.

 

  En numerosas ocasiones el estraperlo se enmascaraba en trueques, cambiando por ejemplo aceite por queso, u otros productos.

Muchos estraperlistas iban en bicicleta desde Valladolid a Villafuerte a hacer acopio de panes para luego venderlos al estraperlo. Hasta que les pilló la Guardia Civil, que multó también al panadero que se los vendía.

 

 En Cubillas de Cerrato los guardias civiles pedían a los vecinos uvas, paja para la gloria, cebada para sus gallinas o sus cerdos si tenían, etc. El cuartel tenía jurisdicción también sobre Población de Cerrato y Alba de Cerrato, en las que hay mucho monte, por lo que a cada agricultor de estas dos localidades les pedían un carro de leña.

 

 En Piñel de Abajo Florentino Perote iba clandestinamente al molino con un macho, y lo abrupto del camino elegido para no ser visto provocó que se le cayera la talega del macho, derramándose el trigo. Con tan mala suerte que le vio la Guardia Civil, que andaba por allí. Pero sorpresivamente no solo no le denunciaron sino que le ayudaron a cogerlo y volverlo a echar en la talega. Varios días después uno de los guardias civiles se presentó en casa de Florentino a comprarle una fanega de cebada para las gallinas; le preguntó cuánto le tenía que dar, pero no le cobró nada, se la regaló por no haberle denunciado cuando se le cayó el trigo yendo al molino. Todo lo contrario hizo Fermín Redondo: cuando el cabo de la Guardia Civil fue a comprarle una fanega de cebada para sus gallinas, se la intentó cobrar a precio de estraperlo. No le denunció, pero se la pagó a precio legal.

 

 

FISCALÍA DE TASAS EN LAS CASAS

 

 

 

  El racionamiento dio lugar a dos figuras jurídicas muy presentes en la vida cerrateña de postguerra: la Fiscalía de tasas y el Fielato, controladas por la Comisaría de Abastecimientos y Transporte (CAT).

 

En los pueblos del Cerrato, eminentemente agrícolas, los vecinos tenían que entregar en el Servicio Nacional de Productos Agrícolas (SENPA) la parte de su producción que excediera al cupo asignado, donde les era pagado a un precio ínfimo. Quien no tuviera medios para llevarlo al SENPA podía solicitar que se lo llevara el ejército, pero pagando ellos el porte.

 

Cada vecino tenía una ficha en la que debía figurar lo recolectado o producido y lo que le correspondía quedarse. La Fiscalía de tasas recorría los pueblos (en coche o en moto con sidercar) para controlar que ningún vecino se quedara con una cantidad superior a la asignada, requisándoselo y multándoles si ocurría. En teoría era para evitar el estraperlo, aunque en la mayoría de los casos no lo vendían al estraperlo sino que era para consumo familiar ya que el cupo estaba en niveles de miseria y hambre.

 

En estas situaciones surge el humor popular, quizás como mecanismo de autodefensa mental. Así, en Torquemada se popularizó una cancioncilla, parodia de una famosa canción de la época, “Salud, dinero y amor”, pero adaptando la letra, para decir “el que tenga un jamón, que le cuide, que le cuide; y el tocino y los huesos que no los tire. El que tenga un jamón que le coma, que le coma; que viene la fiscalía y te la raciona”.

 

Ello también dio lugar a que los vecinos agudizaran el ingenio para ocultar los cereales, legumbres, vino, cerdos, lechazos, conejos, etc. que producían. Lo escondían en pozos, en bodegas, en cuevas, en los huecos de las escaleras, en el desván de los abuelos (la fiscalía no solía inspeccionar a las personas que no hacían cosecha), en las camas sustituyendo los colchones por talegas de harina, en los cubos de basura debajo de la bolsa, enterrado en el pajar, haciendo fosos en el suelo de las cuadras y de las naves y cubriéndolos con tierra y maquinaria, haciendo cuchitrillos (paredes falsas de adobe) en habitaciones y alcobas, haciendo dobles fondos en armarios o huecos en la pared tapados con los armarios a veces sin fondo para poder entrar a por ello a través del armario (como en casa de Fernando Medrano, en Valbuena de Duero, que tenían que entrar los niños porque los adultos no cabían).

 

En Cobos de Carrato, el señor Urbano traía de estraperlo zafras de aceite en un camión. Para que no se lo pillaran, hizo un hoyo en una tenada, metió el aceite y echó lana de las ovejas por encima para taparlo. Pasado un tiempo sustituyeron las ovejas por cerdos, y  los hijos del dueño del corral, Vicente y Rogelio, que no sabían lo que había allí, fueron una noche a echar de comer a los cerdos y al pisar en el hoyo se cayeron en él. Encienden una cerilla para ver, y encontraron las zafras.

 

 

Los productos de la matanza también eran objeto de decomiso. Por ello en Torresandino les ponían a los cerdos una cebadera de los mulos atada en la boca, para que se oyeran menos los chillidos. Para que no saliera olor de las morcillas, las hacían a las 4 de la mañana y previamente rociaban toda la casa con Zotal (aunque a veces delataba más el olor del Zotal que el de la sangre del cochino).

 

En Villafruela ocultaban la propia existencia de los gorrinos, metiendo un saco en la boca para evitar los gruñidos.

 

Generalmente unos vecinos avisaban a otros cuando veían acercarse al pueblo a los agentes de la Fiscalía de tasas, que a veces se escondían para no ser vistos. Aunque también ocurría lo contrario: vecinos que delataban a otros. Y lo que era inevitable en muchas ocasiones eran los enfrentamientos entre los vecinos, tratando de ocultar, y los agentes, tratando de descubrir.

 

Y también la picaresca. En Olivares la Fiscalía de tasas precintó una nave para inspeccionarla bien el día siguiente. El dueño, avisado por unos parientes y sabiendo que allí tenía mucho más trigo del permitido, fue a la nave, entró por una ventana y puso un embudo en la gatera para sacar por ahí el trigo, meterlo en sacos y llevárselo de allí.

 

En Población de Cerrato la Fiscalía de tasas visitó la casa de Florentino “El Narices” y él comenzó a tocarse el cuerpo gritando “ay que dolor, ay que dolor”. Los agentes creyeron  que estaba muy enfermo y se marcharon sin requisarle nada. Además estaba prohibido inspeccionar las habitaciones en las que hubiera personas enfermas.

 

En esta misma localidad, los agentes de la Fiscalía de tasas entraron a comer en el bar de Wenceslao Aragón “El Tacones”, y éste les acompañó en la mesa comiendo con ellos. Cuando estaban ya en los postres llegó una chiquilla llamada Fe, sobrina de El Tacones, diciendo “tío, tío, mi padre está cogiendo los sacos de trigo y los está escondiendo entre la paja del pajar”. Los agentes se miraron y rápidamente le preguntaron “¿qué dices, niña?”. Y El Tacones salió al quite: “déjenla, que no sabe lo que dice”.

 

FISCALÍA DE TASAS EN LOS CAMINOS

 

 

Pero no solo en las casas actuaba la Fiscalía de tasas. También por los caminos. Sobre todo vigilaban el trigo que los vecinos llevaban a los molinos. Para burlar la vigilancia, iban por la noche, en burro, por el monte o por caminos secundarios e indirectos, lo que daba lugar a las más curiosas peripecias, teniendo que tirar o esconder la carga en no pocas ocasiones, además de pagar un precio en especie al molinero (se quedaba con parte de la harina obtenida). Si les pillaban les requisaban el trigo o la harina y les imponían una multa extensible también al molinero, al que podían llegar a clausurarle el molino.

 

Ante ello en algunos pueblos, como Valdeolmillos o Valbuena de Duero, se fue generalizando el moler en casa con un molinillo.

La actuación rigurosa de la Fiscalía de tasas por los caminos se extendía a cualquier producto que pudiera venderse, siempre con la sospecha del estraperlo.

 

El Tío Perdigón iba desde Cevico con un carro vendiendo fruta. Al ver a los agentes de la fiscalía de tasas tiró la carga por las tierras y se quedó con las manos en los bolsos. Los agentes le echan el alto y le conminan: “usted, manos arriba, ¿qué hace con las manos en los bolsos?”. “Rascándome los cojones” fue su respuesta. Recibió una buena manta de palos, pero al menos no le descubrieron la carga y cuando se alejaron recogió la fruta y siguió su camino.

 

También se salió con la suya un chico de Cevico Navero. Llevaba en el carro alubias escondidas entre paja, y al legar a Palenzuela le paró la Fiscalía de tasas, ordenándole que descargara la paja para ver si llevaba algo escondido. Él alego que costaba mucho cargar y descargar, pero no se negó, simplemente les dijo “si queréis lo descargáis vosotros y luego me lo volvéis a cargar vosotros”. Por nohacerlo, le dejaron marchar, sin ver todo lo que llevaba escondido.

 

Menos suerte tuvo el señor Frutos, de Fombellida. Se dedicaba al transporte con carros, y en una ocasión que llevaba garbanzos escondidos entre paja fue interceptado por la Fiscalía de tasas. A la esperada pregunta “¿qué lleva”?, respondió que llevaba la paja que se veía. Pero los agentes no le creyeron y pincharon en la paja descubriendo lo que había debajo. Fue detenido.

 

Las multas impuestas a quien no hacía entrega de los excedentes producidos eran cuantiosas. Mucha gente tenía que pedir prestado para poder abonarlas.

A otros, como el señor Moratinos, de Población de Cerrato, le pusieron multa triple porque le pillaron llevando varios sacos de trigo al molino de Alba de Cerrato (recién inaugurado, en 1945). Alguien que le vio le denunció y allí se presentó Paulino, jefe de paneras de la Fiscalía de Tasas de Dueñas. Moratinos dijo que era para repartirlo a los trabajadores tanto suyos como de su padre y de su hermano (era frecuente pagar a los obreros del campo parte en dinero y parte en especie), pero le fueron impuestas tres multas por haber declarado que era trigo de tres propietarios, además de requisárselo.

 

El caso más dramático se produjo en Villalobón, donde al señor Juan la Fiscalía de tasas le impuso una multa de 2.000 pesetas (un dineral en la época, y hubo multas hasta 10 veces más elevadas). Le afectó tanto que se trastornó, siendo internado en un centro psiquiátrico hasta su fallecimiento.

 

Lo decomisado por la Fiscalía de tasas, ¿llegaría a su destino? Hay quien lo duda, habida cuenta de algunos sucedidos. Por ejemplo en Piñel de Arriba había un agente de la Fiscalía que infundía temor y le daban garbanzos, y alguna vez él llegó a dar a los vecinos aceite que tenía requisado del estraperlo. En Cobos de Cerrato, Vicente Cítores incluso tuvo que ir alguna vez a Santa María del Campo a comprar garbanzos para dárselos a la Fiscalía de tasas.

 

 

VENTA DE BAÑOS Y EL PUENTE DE TARIEGO

 

 

Venta de Baños era un punto con especial incidencia de estraperlo, debido al tráfico ferroviario. Se vendía harina y pan a los viajeros, lo que posibilitaba que con su partida se perdiera el rastro.

 

Un conocido estraperlista llevaba sacos de 100 kilos de harina en bicicleta desde Vertavillo o desde Cevico de la Torre hasta la estación venteña. Allí los escondía entre fardos de paja en los vagones del tren (existían los denominados pajeros, que se dedicaban a cargar paja en los vagones de los trenes) para ser vendido en destino.

 

Por ello el puente de Tariego era un punto estratégico para la Fiscalía de tasas, que se apostaba en sus inmediaciones para vigilar. Ello obligaba, entre otras cosas, a que los niños que iban a Tariego a comprar pan regresaran a Venta de Baños por debajo del puente, andando por el río. Con frecuencia el pan acababa remojado, pero peor era que acabara requisado si cruzaban por el puente.

 

Dos obreros de La Briquetera aprovecharon que era frecuente que se llevara trigo o harina desde Cevico de la Torre hasta Venta de Baños. Se disfrazaron de guardias civiles y se apostaron en el puente de Tariego. La espera dio sus frutos, pues al rato vieron llegar a dos hombres en bicicleta, cargados con harina. Les dieron el alto y se la “requisaron”, amparados en la oscuridad de la noche, que impidió que los pobres hombres se dieran cuenta de la impostura. Aún sin haber acabado de asimilar la mala suerte de haber topado con la benemérita, cuando apenas llegan por el matadero de Venta de Baños, de nuevo la pareja de la Guardia Civil les da el alto. Ellos exclaman “¡¿pero otra vez?, si ya nos han parado un poco más atrás!” Esta vez era la Guardia Civil de verdad, que les indica que no es posible pues ellos son la única pareja que opera en la zona. Sospechando la suplantación, fueron en busca de los impostores, los encontraron y tras darles el alto dispararon, matando a uno de ellos.

 

En esta zona de Venta de Baños estaba destinado A. G., apodado “El Tarines”. Tenía muy mala fama, tanto por su pasado (con antecedentes penales y luego colaborador activo de los fusilamientos extrajudiciales en la guerra), como por su actividad fraudulenta aprovechándose de su condición de agente de la Fiscalía de tasas. En colaboración con J. I. robaban varias veces la misma mercancía. El modus operandi era apostarse en el puente de Tariego, por donde sabía que iban a pasar carros cargados con aceite, o harina, o garbanzos procedentes generalmente de Vertavillo o de Alba de Cerrato, para requisarlo. Pero en vez de entregar la mercancía se la vendían a otras personas, a las que poco después volvían a requisársela, para volver a venderla, y volver a requisarla, y así varias veces. También se quedaba con las maletas de tablas en las que se portaba la mercancía requisada, para luego venderlas a los mozos que se iban a la mili.

 

Hasta que un día pinchó en hueso. Iba en un tren con destino a Santander como encargado de la vigilancia en el interior del mismo, y montó una mujer que se dedicaba al estraperlo y llevaba aceite en tripas de cerdo pegadas a su cuerpo. Tarines se dispuso a requisárselas pero la mujer reaccionó pegándole una descomunal paliza.

 

 

 

GREGORIO RUIZ

 

 

Un episodio que refleja el miedo que infundía la Fiscalía de tasas lo vivió en primera persona Gregorio Ruiz.

Natural de Castroverde de Cerrato, en los años cuarenta se trasladó a vivir a Valladolid para estudiar perito mercantil. Los fines de semana solía regresar al pueblo, ya que tenía la novia en Torre de Esgueva a tan solo 2 km.

 

Así, un fin de semana se disponía a coger el coche de línea que le llevara de Valladolid a Castroverde, junto con otros cuatro amigos del pueblo, pero ya no quedaban plazas libres en el autobús, y en aquella época solo había un autobús al día que recorriera esa línea. Decidieron coger un taxi entre los cinco, pero solo hasta Castronuevo de Esgueva, pagando un duro cada uno, pues esperaban que allí se bajaran viajeros y ya hubiera plazas libres en el autobús, más barato que el taxi, para hacer el resto del trayecto. Pero al llegar a Castronuevo la diferencia entre los viajeros que bajaron y los que subieron posibilitó que quedaran solamente dos plazas libres. Se montaron dos en el autobús y los otros tres, entre ellos Gregorio, no tenían ni plaza ni dinero para poder seguir en taxi.

 

Tenían dos opciones, y ambas pasaban por caminar. Una era volverse a Valladolid (14 km.) y la otra seguir hasta Castroverde (33 km.). Gregorio no quería pasarse el fin de semana sin ver a su novia, así que les convenció para ir andando hasta Castroverde. Al llegar a Villanueva de los Infantes uno de los tres andarines se quedó allí, aprovechando que en esta localidad vivía su hermana. Los otros continuaron un camino que cada vez se les hacía más penoso. Nada menos que a las 11 de la noche llegaron a Piña, con el voraz apetito que la caminata y la hora les había provocado, así que preguntaron por la panadería. Les indicaron y fueron. Estaba cerrada, pero había gente dentro trabajando, por lo que llamaron. Los de dentro dieron la callada por respuesta. Desfallecidos por el hambre, insistieron llamando una y otra vez, hasta que escucharon una voz desde el interior del establecimiento: “¿quiénes son ustedes?” al tiempo que se asomaron y vieron a Gregorio con libros, carpetas y apuntes de sus estudios de perito mercantil, por lo que pensaron de que eran de la Fiscalía de tasas, y dada la hora que era no pensaron en otra posibilidad. En la panadería se solían quedar hasta las tres de la mañana trabajando guardando harina, por lo que temían siempre una inesperada visita nocturna de la Fiscalía de tasas. Pero Gregorio aclaró la situación diciendo “somos de Castroverde, a ver si nos hacen el favor de vendernos un pan”.

 

FIELATO

 

La otra figura jurídica relacionada con el racionamiento era el Fielato. Se trataba de casetas instaladas en las entradas de las capitales y pueblos importantes para el cobro de arbitrios y tasas municipales sobre el tráfico de mercancías (principalmente alimentos, aunque no solo): era como el impuesto del portazgo.

 

Su nombre oficial era Estación sanitaria, ya que además de su función recaudatoria servían para ejercer un cierto control sanitario sobre los alimentos que entraban en las ciudades. Fielato era el nombre por el que se las conocía popularmente, debido al fiel o balanza que se usaba para el pesaje. Estas oficinas se suprimieron en 1959 para que no supusieran un freno al comercio de alimentos.

 

En lo que al Cerrato se refiere, los principales Fielatos por los que tenían que pasar los vecinos estaban en las entradas de Palencia, Valladolid y Burgos, al cargo de los denominados consumeros, que eran quienes controlaban a quien entrara con cualquier tipo de alimento para cobrarle la correspondiente tasa o incluso requisarle parte como pago en especie.

 

En los pueblos importantes también había, y generalmente era el alguacil quien se ponía en la entrada para controlar y cobrar, aunque también la Guardia Civil o incluso los gendarmes de la RENFE como ocurría en Baños de Cerrato.

 

El tráfico de mercancías se producía principalmente por quienes iban a vender o a comprar a los mercados de las capitales, generalmente en carros, aunque también se daba un uso más particular, como llevar viandas producidas en los pueblos a familiares residentes en la capital.

 

Era vox populi que también en esto había clases: “si llevabas una gallina tenías que pagar, pero si llevabas 20 no pasaba nada, les dabas la propina y hacían la vista gorda” cuentan en Cabezón de Pisuerga.

 

Al igual que ocurría con la Fiscalía de tasas, también con el Fielato la gente trataba de burlarlo, agudizando la astucia. Buscando caminos alternativos (era frecuente ir por la noche y por el río), camuflando las mercancías en carros de paja, etc. Y dando lugar a múltiples situaciones grotescas e hilarantes.

 

En Cabezón de Pisuerga había un tratante de ganado, Camilo Rodicio, que criaba cerdos. Cuando mataba uno y tenía que llevarlo a Valladolid, para que no le vieran en el Fielato ponía al gorrino muerto en el asiento de atrás del coche, atado con un cinto para mantenerlo erguido, y le ponía un abrigo y un sombrero negros. El consumero le paraba a la entrada del Fielato, miraba por la ventanilla del coche y veía lo que creía ser una persona en el asiento trasero, por lo que decía “siga”, y pasaba sin problemas.

 

El Fielato que controlaba la entrada en Valladolid de las mercancías procedentes del Valle del Esgueva (Cerrato vallisoletano) le llamaban “la puerta” y estaba situado en la calle Madre de Dios, en el edificio que luego sería prisión y actualmente un centro cívico.

 

Un vecino de Villarmentero llegó allí con un pollo, y como no quería o no podía pagar el tributo correspondiente, no se lo dejaron pasar. Prefirió soltarlo, algo en lo que no estaba muy de acuerdo la“tía Kika” (una mujer que le acompañaba), por lo que se fue corriendo tras el pollo. En la alocada carrera, el pollo cayó en un pozo que había sin tapar, pero sin agua, y la tía Kika cayó también.

 

También llevaba pollos en un carro un obrero asalariado de Honorato Sanz Bargueño, un adinerado e influyente hombre de Villabáñez. En el Fielato le pidieron el correspondiente tributo, pero no tenía dinero. Sin pagar no le permitían entrar en Valladolid, así que no sabiendo qué hacer, le puso la cebadera al burro que tiraba del carro y s se quedó allí, a las puertas del Fielato. Hasta que hablando con el consumero salió a relucir que los pollos no eran suyos sino de Honorato Sanz. El consumero se quedó lívido, le dejó pasar inmediatamente y pidiéndole perdón temiendo ser despedido por no haber dejado pasar sin pagar una mercancía de Don Honorato Sanz.

 

Se dice, quizás exageradamente en algunos casos, que había quien tras discutir con el consumero acababan comiendo o bebiendo las mercancías que llevaban, para no pagar. Eso haría el señor Tomás, de Castronuevo, con un garrafón de vino. Y también los padres de Justino, joven de Renedo que vivía en Valladolid por estar allí estudiando y al que le llevaban carne guisada y vino; al pasar por el Fielato discutieron con el consumero sobre si esa mercancía estaba sujeta o no al pago del arbitrio y como no llegaban a un acuerdo el padre se comió la carne y se bebió el vino y dijo “¿ahora qué, esto pasa o no pasa sin pagar?”, y el consumero, indignado al ver que no les pudo hacer pagar, no tuvo más remedio que dejarles pasar, aunque Justino no pudo catar la carne y el vino que le llevaban sus progenitores.

 

De Renedo también eran quienes idearon una estratagema para no pagar en el fielato. En una ocasión que escaseaba el abono suministraban el nitrato racionado, asignando una cantidad determinada para cada pueblo, por lo que tenían que ir todos los vecinos del pueblo a la vez a Valladolid a recogerlo. Eso provocó que se formara una gran reata de carros. Al regresar con el nitrato, según llegaba cada carro al Fielato le decían al consumero que el jefe era el que cerraba la comitiva y que él se encargaría de liquidar el impuesto de todos. Cuando llegó el último carro el consumero le dijo que había contado 40 carros y que en función de ello salía el importe que tenía que pagar, a lo que él contestó que no tenía nada que ver con los carros que le habían precedido, por lo que solo estaba dispuesto a pagar lo suyo, sin que el consumero pudiera hacer ya nada por cobrar al resto. Al llegar todos a Renedo lo celebraron con una merienda.

 

Siguiendo con Renedo, en otra ocasión varias mujeres iban a Valladolid a vender un conejo. En el Fielato el consumero les preguntó qué llevaban. Una  de las mujeres, muy jovencilla, respondió “un conejo”, a lo que el consumero dijo sonriendo “pues déjele que se crie”.

 

En Castronuevo tenía una tienda el señor Dimas, por lo que casi todos los días a Valladolid con un carro, a comprar o a vender. Aprovechando esa circunstancia siempre había alguien en el pueblo que le decía “Sr. Dimas, ¿me puede bajar a Valladolid con usted?”. Así, un día bajó con él en el carro una mujer, Dionisia, para llevar embutidos y legumbres a un familiar que vivía en Valladolid. Para que no se lo vieran en el Fielato lo metió en un atillo, se lo ató a las piernas y lo tapó con la falda. Al llegar al Fielato, el consumero se subió al estribo del carro para revisar todas las cajas y apuntar lo que llevaban. Y cuando ya se iban, el señor Dimas le dice al consumero “oye, que no le has mirado a ésta, que lo lleva entre las piernas”, y Dionisia saltó “ay señor Dimas, siempre está usted pensando en lo mismo”, ante la sonrisa del consumero.

 

FIELATO EN VALLADOLID

 

 

 

El Fielato que controlaba la entrada en Valladolid de las mercancías procedentes del Valle del Esgueva (Cerrato vallisoletano) le llamaban “la puerta” y estaba situado en la calle Madre de Dios, en el edificio que luego sería prisión y actualmente un centro cívico.

 

Un vecino de Villarmentero llegó allí con un pollo, y como no quería o no podía pagar el tributo correspondiente, no se lo dejaron pasar. Prefirió soltarlo, algo en lo que no estaba muy de acuerdo la“tía Kika” (una mujer que le acompañaba), por lo que se fue corriendo tras el pollo. En la alocada carrera, el pollo cayó en un pozo que había sin tapar, pero sin agua, y la tía Kika cayó también.

 

También llevaba pollos en un carro un obrero asalariado de Honorato Sanz Bargueño, un adinerado e influyente hombre de Villabáñez. En el Fielato le pidieron el correspondiente tributo, pero no tenía dinero. Sin pagar no le permitían entrar en Valladolid, así que no sabiendo qué hacer, le puso la cebadera al burro que tiraba del carro y s se quedó allí, a las puertas del Fielato. Hasta que hablando con el consumero salió a relucir que los pollos no eran suyos sino de Honorato Sanz. El consumero se quedó lívido, le dejó pasar inmediatamente y pidiéndole perdón temiendo ser despedido por no haber dejado pasar sin pagar una mercancía de Don Honorato Sanz.

Se dice, quizás exageradamente en algunos casos, que había quien tras discutir con el consumero acababan comiendo o bebiendo las mercancías que llevaban, para no pagar. Eso haría el señor Tomás, de Castronuevo, con un garrafón de vino. Y también los padres de Justino, joven de Renedo que vivía en Valladolid por estar allí estudiando y al que le llevaban carne guisada y vino; al pasar por el Fielato discutieron con el consumero sobre si esa mercancía estaba sujeta o no al pago del arbitrio, y como no llegaban a un acuerdo el padre se comió la carne y se bebió el vino y dijo “¿ahora qué, esto pasa o no pasa sin pagar?”, y el consumero, indignado al ver que no les pudo hacer pagar, no tuvo más remedio que dejarles pasar, aunque Justino no pudo catar la carne y el vino que le llevaban sus progenitores.

 

De Renedo también eran quienes idearon una estratagema para no pagar en el fielato. En una ocasión que escaseaba el abono suministraban el nitrato racionado, asignando una cantidad determinada para cada pueblo, por lo que tenían que ir todos los vecinos del pueblo a la vez a Valladolid a recogerlo. Eso provocó que se formara una gran reata de carros. Al regresar con el nitrato, según llegaba cada carro al Fielato le decían al consumero que el jefe era el que cerraba la comitiva y que él se encargaría de liquidar el impuesto de todos. Cuando llegó el último carro el consumero le dijo que había contado 40 carros y que en función de ello salía el importe que tenía que pagar, a lo que él contestó que no tenía nada que ver con los carros que le habían precedido, por lo que solo estaba dispuesto a pagar lo suyo, sin que el consumero pudiera hacer ya nada por cobrar al resto. Al llegar todos a Renedo lo celebraron con una merienda.

 

Siguiendo con Renedo, en otra ocasión varias mujeres iban a Valladolid a vender un conejo. En el Fielato el consumero les preguntó qué llevaban. Una  de las mujeres, muy jovencilla, respondió “un conejo”, a lo que el consumero dijo sonriendo “pues déjele que se crie”.

 

En Castronuevo tenía una tienda el señor Dimas, por lo que casi todos los días a Valladolid con un carro, a comprar o a vender. Aprovechando esa circunstancia siempre había alguien en el pueblo que le decía “Sr. Dimas, ¿me puede bajar a Valladolid con usted?”. Así, un día bajó con él en el carro una mujer, Dionisia, para llevar embutidos y legumbres a un familiar que vivía en Valladolid. Para que no se lo vieran en el Fielato lo metió en un atillo, se lo ató a las piernas y lo tapó con la falda. Al llegar al Fielato, el consumero se subió al estribo del carro para revisar todas las cajas y apuntar lo que llevaban. Y cuando ya se iban, el señor Dimas le dice al consumero “oye, que no le has mirado a ésta, que lo lleva entre las piernas”, y Dionisia saltó “ay señor Dimas, siempre está usted pensando en lo mismo”, ante la sonrisa del consumero.