24 DE ENERO. FIESTA DE “LA PAZ” 

 

EN CASTRILLO DE ONIELO

 

 

   He salido pronto de casa, para llegar con tiempo. Es 24 de enero, pleno invierno, y mi amigo D. Erfidio  me ha invitado a la fiesta patronal de su pueblo, la Virgen de la Paz.

 

   Después de subir a un páramo, y descender al valle, recorro una carretera estrecha y larga, con apenas curvas, por las que no circulan coches. Las laderas distantes amplían el valle que recorre un arroyo. La desnudez del campo, la falta de colores, el silencio, el aire imperceptible, y la ligera neblina crean un paisaje invernal, y mudo, que le estiran, y agrandan llenándolo todo de melancolía.

 

   El invierno ha transformado estos campos cerrateños en un erial, austero y sobrio hasta el extremo. Silencio, soledad, y ausencia, mientras avanzo, sobrecogida el alma por tan inmenso desamparo.

 

 

 

   El ocre, el gris, el marrón, y el pardo me llenan los ojos, sólo rotos por el verde oscuro casi negro de los pinos de las lejanas laderas, y algún árbol solitario junto al arroyo. Dejo pueblos a izquierda, y derecha, o los cruzo, y atravieso sin pararme, casi sin ver gente a estas horas de la mañana en sus calles. De pronto, suena el claxon de una furgoneta blanca que aparece como por ensalmo, y al reclamo acude una mujer a comprar el pan, luego vienen otras, también algún hombre.

 

   Las últimas lluvias, sin embargo, han dejado un resquicio a la esperanza: Hay brotes verdes entre los tabones y los cantos, apenas perceptibles en algunas tierras; más visibles en otras, pintando y verdeando algunas, anuncio esperanzado de primavera renacida.  Otras siguen sin labrar, y en barbecho, quizá esperando nuevas lluvias, o nieves, que faciliten la labor del arado.

 

   Lo que más se ven son cuervos. Solitarios, o en pequeños grupos en mitad del campo, picoteando, y levantando el pesado vuelo si la carretera pasa cerca. Alguna rapaz solitaria y bella se cimbrea y suspende alta en el aire, oteando quizá un conejo, o alguna paloma. A éstas se las ve en un rastrojo del año pasado, buscando el brote de alguna semilla renacida. Algunas bandadas de jilgueros levantan el vuelo de pronto, y avanzan compactas, al vaivén de sus breves aleteos.  Un grupo de ánades reales, o azulones, vuelan alto y rápidos sobre mi cabeza en busca del Esgueva, o de alguna charca.

 

   Andar por aquí, con la neblina húmeda y el frio; tan a solas, a estas horas, -y quizá también a otras-; con tanto silencio, y desmesurada desnudez, sobrecoge, impregna el ánimo y el alma, nutriéndola y empapándola de la esencia de este paisaje de cerros y valles, donde a pesar de la piedra de los majanos, la sequedad, y el frio, ocurre en primavera el milagro de la vida, haciéndole a uno parte del paisaje de tanto mirarle, contemplarle, y quererle.

 

   Cuando llego a Castrillo de Onielo, -entrando al pueblo por la calle Real, bajo la hermosa puerta de muralla que aún se conserva, la del Arco-, después de haber pasado, y compartido un buen rato en Vertavillo, son ya casi las doce. A esa hora, el Programa de fiestas patronales de Nuestra Señora de la Paz, anuncia “Pasacalles con dulzaineros”. Son tres personas, vestidas con trajes típicos. Un dulzainero, ataviado con chaqueta de lana antigua y sombrero; otro músico que toca el bombo, también con chaqueta bordada, y una elegante mujer de negro un chal, y hermoso delantal rojo, que toca la caja. Van recorriendo las solitarias calles del pueblo convocando a la fiesta. La gente se asoma a la puerta, y sale a las calles, que se van inundando de la alegre y festiva melodía que las envuelve. No ha faltado tampoco hoy a la cita el almendrero, que ha puesto su parada entre el ábside de la iglesia, y la pared del ayuntamiento.

 

 

 

 

   D. Erfidio está atareado en los preparativos de la iglesia. Como hasta la una no es la misa, después de acompañar un rato a los músicos, me pierdo por un pueblo que ya conozco, y he recorrido y caminado muchas tardes.

 

  Tiene unas ciento veintisiete personas censadas; 26, o 27 casas abiertas, y unos ochenta habitantes. Se levanta y sostiene sobre uno de los muchos cerros testigo que se ven en tantos pueblos, -como atalayas centinelas-, a una altura de 825 metros. Las casas y calles se aprietan y confluyen en torno a la plaza, y la iglesia. Se entiende que en documentos antiguos se le llamase Castrillo de la Peña, pues sobre peñas se asienta, y sobre ellas se levantaba su muralla circular de la que aún quedan recios restos, además de la puerta.

 

    Hay un bello paseo de ronda que circunda el pueblo, y permite disfrutar de estupendos paisajes desde lo alto, casi a vista de pájaro. Desde la plaza, por la calle Echadero, se accede a él. El panorama muestra un valle amplio recorrido por el arroyo Maderano que viene por el este de los cercanos pueblos de Villaconancio, y Cevico Navero, y se extiende hacia el norte desde los pies del pueblo, hasta las faldas del monte, donde a novecientos metros se expande un páramo pedregoso, llano, y coloreado del verdor de la encina, y del rojizo del desnudo roble, que cae por el otro lado a otro valle más estrecho que, como siempre, recorre otro arroyo, sobre el que se yergue el vecino pueblo de Valle de Cerrato.

 

   Ahí abajo, como antes, barbecho, y siembra que quiere nacer, y apunta y ya brota entre la tierra, horizontal y quieta, llamando al agua. Y una alfombra color ceniza, muda y quieta, que lo llena todo. Es invierno. Hay tres palomares solitarios, que en su abandono resisten al tiempo. Pasa un coche por la carretera que trazaron los antiguos camineros. Un poco más adelante sale una carreterilla estrecha hacia esos pueblos, mientras la principal cruza el arroyo, sube, enfila y se empina serpenteante hacia el monte, camino de Baltanás. Justo allí se ve lo que hasta no hace mucho eran las ruinas de adobe de un molino harinero, -uno de los dos que había en el pueblo-, y donde junto a una fuente tenían su casa los padres de Celes. Con ilusión, y esfuerzo él lo ha reconstruido, salvándolo de la ruina y el olvido.

 

   Se aprecia un gran montón de alpacas de paja apiladas; alguna edificación solitaria; alguna encina aislada, y los chopos junto al cauce. Por el este se estrecha el valle, apretado por el espigón de un cerro que le sale al paso, pero que no impide ver a lo lejos, a los pies del pico de la Virgen, la ermita de Villagustos que reedificó y consolidó, como lugar de romería y fiesta, todo el pueblo al unísono, como un solo hombre. Castrillo es, como presume D. Erfidio, un pueblo generoso, y solidario, siempre el primero cuando de aportar a una buena causa se trata; además de hospitalario, y acogedor, como bien he podido comprobar varias veces.

 

 

 

   Toca la campana de la torre a primeras. Son ya las doce y media. Sigo por el paseo circular, bebiéndome por los ojos el paisaje. A la derecha, aprovechando la caída del cerro se excavaron en tiempos las bodegas; hoy, identidad imprescindible de estos pueblos, aunque escaseen las viñas. Hay muchas alineadas alrededor, y en diferentes alturas. Algunas están abandonadas, abiertas, hundidas, sin puerta; a otras las cierra un trillo dentado de cantos de pedernal; pero la mayoría están muy arregladas, y bien conservadas, y se ve que sirven de merenderos pues tienen mesas y bancos  a la puerta. En realidad los hay por todo el paseo, para sentarse a descansar, hablar y contemplar el paisaje.

 

     A la izquierda, frente a las bodegas, la gran olma seca, y horadada, -con las ramas como brazos mutilados implorando al aire-, se conserva como una estatua en recuerdo de la importancia que tuvieron estos árboles caídos en las plazas de sus pueblos. Justo su lado está el monumento a otro hijo ilustre del pueblo que también se fue. Se trata de un monolito, con una placa, que recuerda a Ampelio González Aragón, misionero comboniano, fallecido de malaria en Uganda el 15 de mayo de 2003, a los  cuarenta y siete años: “África fue tu preferida, llegaste a dar por ella tu vida sin pedir nada a cambio”.  Y digo otro, porque el primero fue, Francisco Martínez Castrillo médico de Felipe II, y considerado el pionero de la odontología a nivel mundial, por su obra sobre la dentadura y la boca publicada en 1557. Un poco más adelante unos aparatos invitan a los mayores al ejercicio saludable en este gimnasio al aire libre, y puertas de par en par abiertas.

 

 

 

    Doblando ya hacia el sur aparecen algunas naves, y maquinaria, donde sin duda debieron estar las antiguas eras, y sigue en verde el frontón de pelota. Luego Castrillo se descuelga por este lado hacia un pequeño y estrecho valle, que recorre el arroyo que llaman de la Fuente Cuadrada, que nace un poco más arriba, donde la fuente que le da nombre, y muere al poco, aguas abajo, en el Maderano, justo en el puente Beltrón, donde empieza la raya y el término de Vertavillo.  Es ahí, donde aprovechando la humedad y el agua, se cultivan huertos, y se ven grandes chopos y álamos que beben del arroyo. Y allí, junto al cauce, sigue el antiguo lavadero de cuando las mujeres bajaban a lavar al arroyo. Es la otra cara, un paisaje distinto al de la cara norte. Un valle que, casi sin tiempo de explayarse, ya empieza a subirse y trepar a los cerros que vienen de los páramos poblados de ahí arriba.

 

   Arriba, en lo alto, destacando por su tamaño entre otros árboles que la rodean intentando empequeñecerla, se ve ese árbol singular que aquí llaman  la "Olma Salmarón”, a la que subimos este verano sorteando las florecidas y punzantes “arrascaviejas”, y que no es una olma, sino una colosal y bella encina, que resiste los embates del tiempo, quizá sea todo un símbolo de Castrillo, y por eso tan querida, y visitada. En primavera, el día de San Juan hasta allí subían los jóvenes de merienda, y fiesta, a comerse una tortilla con una gaseosa, igual que hacían las mozas el día de las Candelas yendo a Villagustos.

 

 

 

 

 

 

   La ronda sigue abrazando y envolviendo al pueblo, pero descendiendo un poco, a medio camino, entre ella, y el  arroyo y las huertas, en un pequeño rellano protegido con un cercado de piedra, hay una zona para el descanso y el recreo, con más mesas, y bancos de piedra que se asoman al frescor de más abajo. Y en medio una fuente de la que salen cuatro caños, sobre la que se levanta una esbelta columna de cinco cuerpos de piedra labrada, rematada por un bonito pináculo, que recuerda el rollo del cercano pueblo de Alba. Al pie de la fuente, a la que se desciende por ocho escalones, un pilón, y a los lados lo que en tiempos fueron dos abrevaderos para el ganado. El agua procede, se canaliza, y sube hasta ella desde la cercana Fuente Cuadrada.

 

   De regreso, el paseo circular que abraza por completo al pueblo, nos ofrece dos opciones. Una es entrar por derecho, y empinado hacia la mitad del pueblo, por la calle Mayor, a una plaza con un pequeño parque infantil. La otra, la que sigo, es completar el circuito, siguiendo por la calle Arrabal.

 

   Toca a segundas la campana, y hay que aligerar el paso para llegar a tiempo a misa. Ya voy girando hacia el oeste. A mi derecha se alza la pared de piedra y peña que sostiene al pueblo. Abajo hay un corral de ovejas estabuladas que guardan dos perros de pastor. La puerta está abierta cuando paso frente a ella, y ellos no se inmutan. Están acostumbrados a los paseos de la gente. Me paro un poco más abajo de la puerta del Arco, encajada en un buen tramo de alta y sólida, ciclópea muralla recuperada. Tiene un mirador con barandilla arriba, y a sus pies un amplio espacio acondicionado para el juego de la petanca, y bolos, rodeado de bancos y mesas de madera con vistas a esta parte del valle que miran al oeste.

 

   La torre de la iglesia de Vertavillo asoma detrás de unos cerros, a la izquierda. La carretera baja hasta el valle, allí, un poco más adelante, a la derecha, está el cementerio nuevo. El viejo ya sólo es un cercado de piedra, apenas visible, abandonado al olvido, en mitad de la ladera, deslizándose cuesta abajo, a medio camino  entre el cotarro de enfrente donde se excavaron  las viviendas cuevas,-chozas las llamaban aquí-, y la carretera. En ellas llegaron a vivir más de cincuenta personas, hoy son sólo abandono y arruinas, voceros mudos de la crudeza de otro tiempo.

 

   Cuando llego delante de la iglesia voltea de nuevo la campana llamando a la misa. Acude por todos lados mucha gente. Como el año pasado me subo al coro, que permite una amplia contemplación de la hermosa iglesia, y se aprecian bien sus diferentes estilos. Desde allí canta el nutrido grupo de mujeres que forman el coro que alegra, y anima la celebración con su canto: “Alegre la mañana que nos habla de ti. Alegre la mañana…” Este año no tienen organista, todo está en sus voces.

 

   Concelebran tres curas. El párroco, un hijo del pueblo, y al que siempre se invita para predicar el sermón. Cuando termina la misa sacan a la Virgen de la Paz en las andas para la procesión alrededor de la iglesia.

 

   Saliendo por la puerta principal se vuelve por la puerta románica de cuatro arcos, rematada por un rosetón que da al oeste. Allí, al son de la música de la dulzaina, bombo, y la caja, algunos se arrancan a bailar de nuevo la jota castellana, alegrando con su danza el aire, el entorno, y a todos los que se aprietan alrededor siguiendo el cortejo procesional. Después de varias paradas para el baile, se llega de nuevo a la puerta principal, -también románica, protegida por un zaguán que cierra una gran puerta a la calle-, para brindarle a la patrona las últimas danzas antes de entrar de nuevo a la iglesia, para cantarle el himno a la patrona.

 

 

 

   La fiesta continúa, pasadas las dos, en el bar del pueblo, donde todos acudimos, en un ambiente alegre, bullicioso, y divertido, a participar del espléndido convite, -vermut pone el programa-, que generoso ofrece para la ocasión el ayuntamiento. La alcaldesa de Castrillo, rodeada de los alcaldes de Valle, Población, la alcaldesa de Baltanás,  el de Alba, y otras autoridades que han acudido a la fiesta presiden la mesa del fondo. El salón se llena de invitados, que animados y contentos rodean de pie las  repletas  meses.

 

   La fiesta sigue por la tarde con torneos de cartas en el bar; y otro de tenis de mesa en la gran carpa que hay montada en la plaza, donde a media tarde, después del café, comienzan a preparar la parrillada popular anunciada para las ocho.

 

   Antes de la despedida y de que anochezca, nos damos con D. Erfidio la última vuelta al pueblo, viendo la puesta de sol, y disfrutando de nuevo del paisaje, los silencios, y colores de esta tarde especial, en que el pueblo revive, disfruta y recrece con la fiesta.

 

   El sábado, en la carpa, hubo una comida popular. Nosotros volvimos el domingo al concierto que el grupo “Voces del tancarranquillo”, de Baltanás, dio por la tarde en una iglesia que, a pesar del frio, estaba muy concurrida, y aplaudió con ganas la el regalo de sus voces, y su música. Durante la actuación, por el rosetón del coro entraba coloreada la luz del atardecer, proyectándose roja, y mágica, sobre el retablo iluminando el canto que, a pesar del frio, nos calentaba el alma.

 

   El fin de fiesta, una chocolatada en el bar, fue un colofón magnífico para estos días de celebración, de fiesta, alegría, y reencuentro; además de una manera estupenda de combatir el frio, animar la conversación, y hacer más cálida la despedida.

 

   Ya era bien de noche cuando salíamos de nuevo, con el corazón lleno de gratitud, y la mente de recuerdos, por puerta del Arco, valle abajo, camino de casa.