OTOÑO EN EL CERRATO
A las afueras del pueblo, cruzando el arroyo Maderano, el camino “de Cubillas”, también llamado “hondo”, asciende y se empina abrupto, por el sur, hacia el cerral, y el monte. A izquierda y derecha están las antiguas eras donde de pequeño vi trillar las mulas, dando vueltas interminables sobre la parva de la cosecha esparcida en el suelo, que luego, al atardecer, se aventaba con el bieldo para separar el grano de la paja.
Bullían de vida y de gente las eras, hoy sumidas en el silencio y abandono. Todavía se mantienen en pie algunas de las viejas casetas de entonces, entre las tapias de piedra que aún resisten.
Sale el pastor al campo guardando su rebaño de churras. A su alrededor se mueven dos perros inquietos. Es el único que hoy “suelta”, de los muchos que hubo antaño.
A medida que el camino resopla, serpentea, y gana altura antes de alcanzar la línea de la paramera, me paro para coger resuello, y me vuelvo para ver el paisaje, reconocer el pueblo, sosegar emociones, y perder la mirada en los horizontes que se muestran a vista de pájaro, tomando conciencia de la profundidad y largura del valle donde se asienta el pueblo.
Veo cómo Cevico se agrupa a los pies de su iglesia enorme, que domina el valle desde su altozano, a los pies de las laderas del cerro de la Horca, o del Castillo, y de la cueva Grande que le protegen de los vientos del norte. Es visible la espadaña de santa Ana, la residencia de mayores, y el camino de escuálidos abetos que lleva al cementerio. Y la mole amarillenta del viejo silo, y las naves donde se guardan en unas el grano; y los tractores, y la maquinaria de labor en otras. Allá entre los árboles, el molino abandonado y mudo donde termina el pueblo, y detrás de la iglesia la línea de las antiguas cuevas, abandonadas casi todas, hundidas la mayoría, testimonio mudo, de puertas abiertas, de la vida que vivieron bajo tierra, no hace tanto, muchos de nuestros mayores.
A la izquierda, desde el camino del cementerio, cruzando el arroyo del Rabanillo, o de Valle, suben los caminos que van al páramo, visibles en la ladera como una cicatriz. Son el de Soto, Hontoria, y Villaviudas; y también la senda de los burros.
Más a la izquierda, hacia el Murallón, desafiante, el pico Cabeza Caballo, el punto más alto del pueblo, colgada en el vacío su plataforma, desde donde, tras laboriosa ascensión, se pueden ver unas de las mejores vistas del pueblo.
Hay también algunas viñas, que se acaban de vendimiar. Ya está fermentando el mosto de la uva prensada en las bodegas, excavadas debajo de las cuevas de Cameros, en los cotarros, por donde sube el remozado camino del Cristo hasta el páramo de la cueva Grande, esa lengua de páramo que se levanta, y estira entre los valles que forman el Rabanillo por la izquierda y el Maderano por la derecha, hasta morir en el portillo de Vertavillo, y el paramillo de Valdemato.
La reja, la grada, y el arado le han ido ganando terreno a las laderas del páramo y del monte, y su labor sube hasta besar los pies de los pinos con que se repoblaron en lo alto las cuestas. Es la única franja de color que se descuelga hacia el valle en medio de un paisaje otoñal que todo lo cubre de colores ocres, solo roto abajo, en el valle, por algunas tierras verdes de alfalfa, y la línea de chopos y álamos que acompañan al arroyo en su discurrir hasta el encuentro con el Pisuega en Dueñas.
Todo lo demás es de un color pardo, gris, y marrón ceniciento, y aparece como dormido en un sueño de silencio, espera y austera desnudez, despojado como está de color y vida.
En las laderas los pinos, y en los caminos agrícolas, que serpentean subiendo y bajando por doquier, los almendros. Siempre los almendros. Solitarios y aislados, o agrupados en pequeños corros.
Después de la encina creo que el almendro es el árbol que pinta, tamiza y está presente siempre en los caminos, cuestas y valles del Cerrato, como la seña más representativa de su identidad, ondulante, austera, sobria, y recia.
Al sur, a mi derecha, como un faro en la paramera, asomada al camino entre unos árboles, se divisa el cuerpo y la espadaña de la ermita de la patrona, la Virgen del Rasedo, o del Monte, pues en un monte, y un rasedo levantó la devoción de los ceviqueños esta pequeña iglesia, convirtiéndose en un lugar especial, mágico, y emocional por todo lo que la vista, el paisaje, y el lugar posee, implica, comporta, y aporta.
Allá por el oeste aparece Dueñas, y la altura esbelta de la torre de su iglesia, otra seña de identidad de los pueblos del Cerrato, lo primero que uno se encuentra cuando los recorre. Más allá, en los páramos, hacia la comarca de los Montes Torozos, giran los gigantescos nuevos molinos de viento.
Al este, a lo lejos, donde se pierde la vista, sobre un promontorio a más de ochocientos metros, se yergue Castrillo de Onielo, arracimado alrededor de la iglesia de Nuestra Señora de la Paz, mimetizándose con el paisaje en el que destaca la solidez de su torre. Hasta allí se dibuja, valle arriba, como suave arañazo que zigzaguea el valle, la húmeda cicatriz de verdor, agua y vida que le recorre. Hoy más silencioso, solitario, abandonado y triste, desde que menguó su caudal, se le murieron los molinos que alimentaba, desaparecieron los cangrejos, los berros, y las ratas de agua, y dejaron de sonar las risas y charlas de las mujeres que lavaban en él la ropa, y la tendían en sus orillas.
En cuanto llego a lo alto de la loma, todo desaparece, el valle, el pueblo, el movimiento. Todo. Solo es llanura inmensa y plana, que lo iguala, absorbe, funde, y uniformiza todo, haciéndola inabarcable, y poderosa.
Pero a esta “cima inmensa”, “la estepa castellana”, como llamaba Unamuno al páramo, aquí se la llama el Monte, pues esto era el antiguo monte de Cevico hoy transformado en labrantíos.
En una superficie de 1023 hectáreas, hay setenta y tres parcelas de cultivo, de diez hectáreas cada una que se subastan entre los agricultores cada cinco años para su aprovechamiento. Las otras 293 hectáreas, todas sin labrar, conforman la parte del monte que se asoma al otro lado de la loma, y se desparrama por las laderas del barco de Sacristán hacia el valle por donde discurre la carretera de Dueñas. Lo llaman el Cabezo, y sus tierras conforman los baldíos por el que un día pastaron las ovejas.
Quedan, no obstante, huellas del antiguo monte de encina, y roble que en algún tiempo cubrió lo que hoy es esta planicie pedregosa, en forma de algunos corros de encinas, y ejemplares sueltos que salpican el paisaje, para que no olvidemos que lo que ahora piso, un día fue bosque tupido, y monte de donde venía la leña con la que el pueblo calentaba las glorias, de sus casas, y alimentaba los hogares donde se cocinaba en el puchero el cocido diario.
Varios caminos se abren ante mí al coronar los casi novecientos metros del monte. Unos bordean el páramo cerca de las laderas. Yo tomo el del Espino, de frente, recto, entre las parcelas. A esa altura solo son visibles algunos aerogeneradores a lo lejos, y las antenas de telefonía que pusieron encima de la cueva Grande, en lo alto del pueblo. Lo demás es impresionante, y sobrecogedora inmensidad que me hace tomar conciencia de mi pequeñez en medio de tan desmedido silencio, soledad, y desnudez.
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Abundan los majanos, la piedra recogida y apilada de esta tierra pedregosa, en mitad del campo, o junto a una encina, o rodeándola, o a la orilla de un camino formando un esbelto montón que rompe la monotonía del paisaje.
Un poco más adelante unos corzos y su cría emprenden la carrera cuando divisan mi presencia. Son muy abundantes, y es fácil encontrarlos por su abundancia en el campo en esta comarca, incluso pueden cruzarse entre dos luces en las carreteras, con el consiguiente riesgo de colisión.
Ya se ve un poco más adelante el techo del chozo que me dice que estoy llegando a las corralizas del Espino, ocultas en una pequeña hondonada, muy bien conservados tras una buena recuperación, homenaje a la memoria de aquellos hombres, imagen, esencia, y estampa de esta tierra.
Hubo muchos pastores en el pueblo, pues con la agricultura era el medio de vida de sus gentes. Por san Pedro se ajustaban con el amo que más les convenía. Cada uno tenía por un año su “suerte”, los pastos que le habían correspondido en el sorteo, por donde podían pastar sus ovejas hasta el próximo. Luego fue por dos años, y acabaron siendo rotatorias.
Máximo, mi amigo, que fue pastor desde bien joven, me ha enumerado por su nombre hasta seis corrales en el monte, y otros nueve en el páramo, allí donde ellos guardaban las ovejas en el campo por la noche, cuando por estar lejos no bajaban al pueblo, mientras ellos dormían en la cabaña anexa, sobre una cama de paja tapados con su manta.
Según me acerco veo un tractor en una parcela. Está tirando mineral a la tierra arada donde luego sembrará trigo, me dice Vicente cuando me paro a hablar con él un rato.
Un bando de perdices levanta el vuelo raso, después de una carrera breve. Veo otras bandadas de pájaros que no sé identificar mientras camino al encuentro de la carretera de Cevico a Cubillas, que me sale al paso después de media hora de andar por el monte.
El camino sigue girando hacia el oeste, metiéndose en otra meseta inmensa llamada el “Páramo de los Infantes”, por donde el Cerrato se asoma al valle del Pisuerga. En sus tres mil hectáreas de monte roturado pastaban los rebaños de varios pueblos del entorno en los perdidos, hoy se ven grandes repoblaciones de pinos, con tierras de labor. Me meto en él hasta llegar a la altura del “torreón”, antiguamente un punto de orientación, y delimitación, y hoy un pilar convertido en punto geodésico, en mitad de un gran campo arado.
Vuelvo a la carretera, hacia Cubillas, que dejo en cuanto al poco me sale el primer camino a mi izquierda. Sigue siendo el mismo monte por el que he venido, pero ahora el camino que se sigo se acerca, y busca la orilla, y el borde por donde el monte muere, cayendo y descolgándose hacia otro valle por la ladera. A la derecha hay pinos de repoblación, señal de que estoy donde termina terreno cultivable, que acaba de ser arado y espera la siembra. Hay algo más de vegetación, y arbustos. Por un momento se me abre a lo lejos el extenso valle del Pisuerga, y creo ver las torres gemelas de la iglesia de Cigales.
Avanzo, y tengo el camino de frente, el monte recién removido por el tractor a la izquierda, y a la derecha los pinos.
Cuando desaparecen los pinos, y el camino termina en la tierra arada, en la misma orilla donde todo, la planicie y las parcelas terminan, descubro con sorpresa y asombro un nuevo valle, y a mis pies, a tiro de piedra bajando por otro camino que aparece, veo un pueblo apretado alrededor del corpachón robusto, aplastado, y gris de su iglesia. Me cuesta unos segundos descubrir que es Cubillas de Cerrato, con su iglesia parroquial de santa María asentada en lo más alto del pueblo, allí donde se encuentran las bodegas.
La punta del cerral no me deja ver Valoria la Buena, oculta un poco más a la derecha, pero sí que siguiendo la carretera que cruza el valle hacia el este se divisa, muy pequeño, Población de Cerrato a los pies del mismo monte en que estoy, pudiendo observar desde aquí cómo, de forma caprichosa, va recortándose, entrando y saliendo, asomándose, y retrocediendo desde su altura sobre el valle, formando cerros que son los que dan nombre a esta comarca: Cerrato.
El valle que tengo abajo, por el que corre el arroyo de los Madrazo, o Maderazo, no es muy ancho, pero sí bastante largo. Ahí se junta el límite de las provincias de Palencia, y Valladolid. Muy cerca se ve una nube de polvo que envuelve a la máquina que está cosechando una tierra de girasol reseco. Van y vienen algunos coches, como pequeñas hormigas por la carretera.
Por el otro lado de esos páramos que tengo en frente discurre el río Esgueva, dando su nombre a ese valle. Justo enfrente está Piña de Esgueva, y desde Población también se sube para bajar vertiginosamente a ese valle, y llegar a Esguevillas de Esgueva, donde nos recibirá la esbelta torre de la iglesia de san Torcuato. Es el pueblo donde nació el bisabuelo que me dio su nombre, enraizando así con mis ancestros en muchos de los pueblos enclavados en los valles de estas tierras.
De pronto, tengo la impresión de haberme alejado mucho, sin darme cuenta, del punto de partida, pero no tengo prisa, ni urgencia, y el sol de otoño ha ido cogiendo fuerza, levantándose en un cielo límpido, y azul. Hace muy bueno, es una mañana luminosa, y tibia, y los seis grados con los que salí esta mañana de casa han quedado ya atrás.
Contemplo de nuevo el paisaje, el monte, el valle, y los pueblos, y comienzo a andar de vuelta a casa con el corazón rebosante, y el alma henchida.
Voy bordeando el páramo, hasta coger un camino que se separa y se mete por un frondoso y agradable bosquecillo de encinas y carrascas, que me lleva hasta las ruinas de unos viejos corrales, en los que sin embargo se mantiene en pie, como un iglú de piedra inmune al tiempo, la cabaña del pastor.
Más adelante se aclara el camino y disminuye la vegetación. Unas tablillas en la orilla delimitan la jurisdicción de los terrenos. A la izquierda el monte de Cevico, y a la derecha los terrenos que no se roturaron para el cultivo, y se repoblaron de pinos, y que debe ser término de Población, pueblo que si me asomase a la caída del monte vería abajo, al pie de un solitario molino de viento plantado al otro lado del pueblo, y visible desde cualquier lugar de este monte.
El camino continúa hasta dar con la carretera que une estos dos pueblos, pero antes de darle vista, y salir a ella tomo otro a mi izquierda, y pasando por los corrales de Pedro Mozo, también restaurados, me conducirá al camino de Cubillas, para bajar de nuevo al pueblo por el camino “hondo” por el que ascendí esta mañana.
Teodoro, un pastor ya retirado, ha salido a buscar setas por las orillas del camino. Sabe donde nacen, pues conoce muy bien estas tierras por su oficio, pero no ha llovido lo suficiente para que salgan en abundancia todavía.
Cuando llego al pueblo tocan las campanas de la torre de la iglesia. A primeras, convocando a los vecinos a misa de una. Es fiesta, porque es doce de octubre.
El Maderano baja perezoso bajo el puente de la carretera.
Tengo la sensación de haber disfrutado de un paseo especial, en la mañana de este día pintado con la luz y los colores del otoño singular de esta tierra.
Me he metido de lleno en su paisaje, tratando de captar su esencia, o quizá ¿han sido ellos, el paisaje, el campo, el monte, y el cielo los que se me han metido por los ojos hasta llegar a empapar mi alma de sentimientos, y emociones parecidas a las que hace muchos años sentía cuando era un niño que crecía por estos lugares a los que hoy me ha devuelto la vida?