REINOSO DE CERRATO, DONDE EL CERRATO SE HACE RÍO

 

 

 La  primera vez que fui a Reinoso fue para concertar un encuentro familiar en el restaurante “La Playa” de esta localidad. Está situado junto al río, antes de llegar al pueblo, a escasos doscientos metros de la plaza. Apenas había oído hablar de este pueblo cerrateño, y no había estado allí hasta entonces.

 

   Hemos vuelto después en varias ocasiones, pues la ubicación, amplitud, y el entorno de este establecimiento lo hacen muy agradable, apetecible e idóneo para celebraciones familiares. Las últimas, sin embargo, han sido para conocer y pasear por la “Ruta de la Ribera del Río Pisuerga”, o “Ruta de las tres Rs”, que a lo largo de unos dos kilómetros y medio, y por medio de quince “postes” con forma de R, nos permite conocer la historia, las curiosidades, los parajes, y lugares emblemáticos de este pequeño y bonito pueblo, al que con esta iniciativa la Asociación“Amigos de Reinoso”, -de la que el profesor emérito de la Universidad de Valladolid Martín Rodríguez Rojo, natural de este pueblo, es presidente, alma y dinamizador-, ha puesto en valor, y sacado a la luz.

 

   Reinoso se levanta allí donde un monte de 872 metros de alto, que llaman de Santa Lucía, y que viene alargándose y retorciéndose desde el sur, formando docenas de páramos y cerros en su zigzagueo incansable, se encuentra con el curso del Pisuerga, que detiene de pronto su avance con su muralla de agua. En la ladera de ese monte, entre la ribera exuberante del río y su amplio valle, y la mole maciza y verde del gigante que se frena, y muere cayendo abruptamente sobre el río se extiende, sí, Reinoso.

 

   No está muy lejos de Cevico, yendo por Valle, por una carretera solitaria y silenciosa que serpentea por estrechos y pequeños valles, y amplios e infinitos páramos, Cerrato en estado puro que en Soto se abren al gran y fértil valle que por allí forma y riega el Pisuerga.

 

   Llovía cada vez más la tarde de últimos de agosto en que mi amigo Fernando había quedado con Charly Benito, miembro militante de la Asociación y administrador de su Blog, en la explanada del aparcamiento del restaurante, hasta donde llegó a nuestro encuentro bajo el paraguas, y acompañado por su enorme y mastín, por lo cual solo nos dio una rápida explicación de la Ruta, el modo de hacerla, y sus características mientras caminábamos bajo la lluvia hasta el Puente Viejo, el punto de inicio.

 

   Después he repetido el recorrido, solo y acompañado una, dos y hasta tres veces más, dejando el coche en el pueblo, o junto al restaurante, que antes de ser restaurante y hostal “La Playa” fue una vaquería, que por dar acogida a los que desde el norte húmedo venían al pueblo por la bondad, y los beneficios  terapéuticos de su clima, acabó cambiando de actividad. Así es como pasó de la ganadería de entonces a la hostelería de hoy.

 

 

   Allí se encuentran las tres primeras Rs que nos dan una panorámica histórica de este pueblo, que pasó de contar con 359 habitantes a los 34 de hoy. Haciendo mención también de uno de sus más ilustres hijos, “D. Gutiérre Pérez de Reinoso, Caballero de la Orden de San Juan, y fiel vasallo del rey Alfonso VIII”.

 

   Dejando el pueblo a la espalda camino hasta el Puente Viejo, al que me encuentro como varado en el tiempo, sobrevolando desde su altura rota,  ciclópea y pétrea el río, encajado entre una frondosa vegetación de  chopos, fresnos y otros árboles de ribera que hacen de este lugar un mirador privilegiado. Aguas abajo a sus pies se han formado dos islas.  

 

Tenía 300 metros de longitud, y diecisiete arcos, de los que seis se han derrumbado. Fue mandado construir por los Reyes Católicos, trabajándose ya en él en1489. Costó doscientos mil maravedíes, y estuvo en vigor hasta que en 1932  “empezó a dar señales de cansancio con los primeros derrumbamientos”, dice el poeta reinosero César Augusto Ayuso. Por él pasó la carretera antigua que iba de Aranda, por Baltanás, hasta Palencia atravesando el pueblo. Hoy esta carretera comarcal ya no pasa por Reinoso, siendo su viejo trazado un recuerdo impracticable comido por la maleza y la hierba. La nueva cruza el río por otro puente desde la margen derecha, protegiéndole en su aislamiento del intenso tráfico y el ruido.

 

   Desde mi atalaya, en lo alto de uno de los viejos arcos de piedra, tierra, y sillería, suspendido entre el verdor y el agua, veo el aleteo nervioso de dos parejas de cormoranes alarmados por mi presencia. En la orilla una garza real busca alimentarse con alguna culebra, barbo, o algún lucio. Y hacia el pueblo, a tiro de piedra veo el puente nuevo, que en 1946 dio el relevo al viejo. Este Puente Nuevo, el segundo en el tiempo de los tres  que hay en el pueblo, tiene catorce arcos, y sobre él está la división del término de Reinoso del de Villamediana, y fue construido por presos de la Guerra Civil entre 1942, y 1946 para “redimir” sus penas, malviviendo en barracones.

 

   Desciendo de esta mole muda e imponente, que hunde sus viejas raíces en el agua para bajar por un bosquecillo frondoso y umbrío hasta la orilla izquierda del río. Alisos, sauces, fresnos, y algunos negrillos y chopos no dejan apenas resquicio al sol. Estoy al pie del puente nuevo, junto a una de sus columnas de hormigón. En mitad del río, entre los dos puentes flota una tercera isla que me impide verle en toda su amplitud. Por delante una gran chopera se extiende junto a la orilla por donde continúa la ruta. Hay un par de mesas con dos bancos de piedra granítica pegadas al suelo a mi derecha. La senda pasa por detrás del restaurante que tanta gente trae al pueblo sin subir posiblemente a conocerle, ni disfrutar del frescor de este paseo. Allí una plantación de medio centenar de jóvenes álamos negros lucha por salir adelante en mitad de la pradera.

 

 

   Desde este punto Reinoso aparece a mi derecha, al pie del páramo, encaramado en el cerro pardo adobe que llaman de San Cristóbal, donde se asientan las casas, la iglesia y a su lado las más de cuarenta bodegas que colonizan, se desparraman y descienden desde lo alto del cotarro, por las entrañas de su falda, hasta donde éste muere casi junto al río. La vega es amplia y verde, y como solo el silencio del río nos separa de la carretera se escuchan los coches, y un repiqueteo constante al otro lado. Viene del trajín incansable de las máquinas y camiones amarillos de la cantera de Áridos Sierra, frente al pueblo, en la otra orilla junto a la carretera CL 619.

 

   Cuando se queda atrás la isla que le parte, el río se agranda en toda su amplitud. Crecen las espadañas, carrizos y otras especies acuáticas en unas aguas que parecen inmóviles. Llego al punto donde el cerro que sostiene al pueblo se acerca hasta casi besar el agua. Ahí en frente está la pared de la presa que le aquieta y retiene, y sobre ella la edificación de ladrillo rojo de la pequeña Central Hidroeléctrica “Virgen de la Luz” que abastece de ella al pueblo. Un anciano, cachaba en mano, ha bajado hasta la orilla del río, y contempla absorto la amplitud del recodo represado que adquiere dimensiones de considerable longitud y anchura. Me indica un lugar a sus pies por donde se toma el agua para el consumo de los vecinos. Agua y luz que el río regala a este rincón del Cerrato por ir a su encuentro desde sus cerros secos, y pedregosos hasta esta orilla húmeda, fresca, y fértil. Un grupo de ánades nada cerca de la orilla, y algunos  troncos de árboles secos emergen desnudos del agua cual brazos aterrados de un Guernica imaginario. Se aprecia al fondo el vuelo de la CL 619 sobre el río, y su paso por debajo de la línea del AVE a Burgos y al País Vasco, que espera el paso de los trenes que no terminan de llegar paciente y muda.

 

   A partir de aquí la ruta de las tres Rs se empina y asciende durante un pequeño trecho, encajada entre el río detenido y el corte del cerro que ahora se viste de blanco calizo. Las zarzas y los juncos se interponen ahora entre la senda y el agua, y al ir tomando altura se ve la pesquera por la que baja el agua hacia el otro lado de la isla. Enseguida se llega, tras un pequeño repecho, a una plataforma a la altura del pueblo, justo por donde pasaba la vieja carretera de Aranda, medio derrumbada por un corrimiento y socavón de aguas subterráneas, y cortada al tráfico por un quitamiedos, que aún conserva sin embargo alguna de sus desgastadas líneas blancas. Tiene otra mesa y dos bancos  como abajo en la ribera, y resulta un buen balcón que invita a la contemplación del vasto valle del Pisuerga.

 

   Desde este mirador a los pies de la loma de Reinoso se ve la carretera al otro lado de un río inmenso en calma; y la Cascajera donde se criba el cascajo y la arena; y más allá la autovía A 62, y todavía más al fondo hacia el norte, al pie de los montes que cierran el valle, se divisan otros tres pueblos cerrateños: Villamediana, Valdeolmillos, y Torquemada, aguas arriba en la verde y tupida ribera del río. A mi derecha, hacia Villaviudas los páramos aparecen cubiertos de los molinos eólicos, que cual gigantes esqueléticos colonizan braceando los cerros de toda la comarca; y tras de mí, a mi espalda la cuesta de Santa Lucía, patrona del pueblo, que le abriga y  protege.

 

   Antes de entrar en él, a la izquierda sale el camino de la Pililla, también llamado del Arenal por el que continúa esta Ruta, que con la pasión del amor por su pueblo y su historia nos describe Martín, reinosero ilustre y presidente de esta dinámica Asociación de “Amigos de Reinoso”, mediante sus poéticas explicaciones en las quince láminas posteadas.

 

   Este camino sube, rodeándolo como en un abrazo, hacia el monte de Reinoso, que tiene repoblada de pinos toda la ladera, desde el camino hasta el cerral. En frente está el monte de Barrio, y en medio, en el pequeño valle, saliendo por un túnel de las entrañas del monte, como una cicatriz en el paisaje, la vía del AVE.

 

    Por este lugar de la ribera izquierda del Pisuerga, balcón de un amplio valle de hermoso panorama, se cree que pudo estar el Convento de las Clarisas, que se estableció en Reinoso durante el reinado de Alfonso X el Sabio, entre 1252 y 1284. Estuvieron aquí hasta el año 1370, cuando las monjas se trasladaron a su actual convento de Palencia. Desde aquí el camino sigue subiendo, y dejando atrás la boca del túnel se llega al final de la Ruta, que no del camino que continúa hasta las bodegas de Villaviudas, hasta la decimoquinta erre, titulada “un arenal para fregar”, donde las mujeres reinoseras acudían para recoger la arena que este montículo arenisco les ofrecía para la limpieza y el fregado de la loza y los pucheros.

 

   Desciendo despacio hacia el pueblo, y entablo conversación con unos paseantes en esta mañana soleada de octubre. Nos despedimos a la entrada del pueblo, allí donde estaba la tejera que en 1955  levantaron David Muñoz, “arquitecto de sueños”, y Petra Román su mujer. Vinieron de Antigüedad, y en el poste 12 dice Martín que fabricaron cien mil tejas al año durante veinte años, que se repartieron por muchos lugares.

 

   Desde allí llego a la iglesia de la Asunción, iniciada en el siglo XII, y concluida en el XIV. Tiene un cuerpo armónico con un pórtico cubierto, y una esbelta espadaña donde tiene su nido la cigüeña, a la que se accede por una escalinata rodeada de cipreses y abetos, y está “ubicada en la bajada del promontorio que deviene del monte de Reinoso y circunvala parte del pueblo. Ocupa parte del Cotarro de San Cristóbal y cohabita con las bodegas”. En la pared norte está “el balcón del cotarro”, un espacio habilitado para el descanso y la observación. Desde aquí son visibles otros pueblos: Soto, Magaz, Baños, Venta de Baños, Tariego, y la fábrica de cementos de Hontoria.

 

 

   Sigo bajando y allí en la Plaza Mayor, corazón  del pueblo cortada por la carretera, en el edificio que fuera ayuntamiento se levanta la esbelta roja torre del reloj de la villa con dos esferas, culminada por un bonito remate de forja, la campana, y una veleta. Más abajo a la izquierda pegado a la carretera, camino del restaurante y el puente está el cementerio, y adosada a él la ermita del Santo Cristo una construcción del siglo XIX.

 

   He llamado a Charly para decirle que estoy en el pueblo, que acabo de completar la Ruta, y tengo el deseo de ver la encina centenaria, auténtico tesoro que crece en el monte, y árbol singular según he leído, para que me oriente en la búsqueda. En cinco minutos viene generoso desde su casa a mi encuentro, para subir conmigo en el coche por el camino del Monte a ver la encina sin perderme. Serán unos cuatro kilómetros subiendo, y llaneando por la planicie del páramo inmenso en animada conversación, hasta toparnos con ella. Merece la pena la visita. Es enorme, esbelta, y gigantesca. Otras encinas de su entorno parecen arbolillos, y tampoco  son pequeñas. Se la ve elegante, sana, robusta. No nos cansamos de observar admirados este prodigio de la Naturaleza, ¿cuántos siglos la habrán visto crecer? La miro por un lado, por otro, la rodeo, la echo los brazos  al fin, y es una caricia minúscula, para la anchura y robustez de su tronco rugoso e imponente, mi abrazo.

 

   Ha sido la guinda perfecta a esta mañana de ruta descubrimiento y paseo tranquilo y relajado por este lugar, que me ha llevado a visitar un bonito entorno de naturaleza bien cuidada, gracias al trabajo de su Asociación, y a conocer este pueblo del Cerrato, que como todos a pesar de su pequeñez, despoblación, y envejecimiento, guarda un patrimonio rico de arte y naturaleza que, eso sí, hay que saber mirar, ver, descubrir y valorar desde una mirada que salga de muy dentro, desde ese rincón de la memoria y el corazón donde guardamos desde niños las emociones y los sentimientos; desde el amor por la tierra y su paisaje que nos  han visto nacer;  desde nuestra primera mirada al fin.